Señor, ¿para qué tantas palabras?
Mi alma
miserable, desnuda, helada y aterida desea ser reconfortada por el calor de Tu
amor. Por eso, para proteger mi desnudez, junto y coso cuantas telas encuentro.
Y ni siquiera llego a recoger dos leños, como los de aquella sabia viuda de
Sarepta (1), sino débiles yerbajos en la inmensidad de mi desierto, en la
espaciosa vanidad de mi corazón para estar preparado cuando entre en el
tabernáculo de mi morada con el puñado de harina y el vaso de aceite a fin de
que pueda comer y morir. Más no moriré tan pronto. O mejor, Señor, no moriré,
viviré para narrar las acciones del Señor (2).
Estando en pie
en casa de mi soledad, como asno silvestre solitario, habitando en tierras
saladas, abro la boca hacia ti, Señor, y aspirando el soplo de mi amor, aspiro
el Espíritu. Y a veces, Señor, cuando estoy así ante ti y con los ojos cerrados,
me pones en la boca del corazón lo que no me permites reconocer.
Sin duda
percibo su sabor de manera tan dulce, suave y reconfortante que, si en mí se
plenificara, ya ninguna otra cosa buscaría, pero tú no me permites advertir ni
que visión corporal, ni por algún sentido del alma, ni por la inteligencia de mi
espíritu, qué es lo que recibo.
Quisiera
retenerlo y rumiarlo y juzgar su sabor, pero se aleja rápidamente. Por la vida
eterna que espero, trago eso cuyo nombre ignoro.
Al rumiar
largo tiempo su fuerza operante, desearía trasvasarla en mis venas y en el
meollo de mi alma como un jugo vital, a fin de perder el gusto por todos los
otros afectos y gustar sólo de ella y para siempre, pero rápidamente desaparece.
Cuando la
busco, la recibo o la uso, me esfuerzo por confiar a la memoria los pocos rasgos
que se han delineado más fuertemente y aún trato de ayudar a la memoria falible
mediante la escritura. Pero entonces, por su misma realidad y por mi experiencia
me veo empujado a aprender lo que en el Evangelio dices del Espíritu: “No
sabe de dónde viene ni a dónde va”.
En efecto,
todo aquello que confío con solicitud a mi memoria como imágenes apenas
esbozadas a fin de poder volver a ello de alguna manera y allí recogerme cuando
lo quiera, concediéndole este poder a mi voluntad cada vez que lo deseo, al oír
la palabra del Señor: “El espíritu sopla donde quiere” (3). Encuentro
muerto e insípido todo lo guardado pues experimento en mí mismo que el Espíritu
sopla, no cuando yo lo quiero, sino cuanto Él lo quiere.
Hacia ti sólo,
Fuente de Vida, debo levantar mis ojos para, sólo en tu luz, ver la luz. Hacia
ti, Señor, hacia ti se vuelven hoy, y se vuelven siempre, mis ojos. Que hacía
ti, en ti y por ti progresen todos los progresos de mi alma.
Que cuando
desfallezca mi virtud, que es nula, que tras de ti vayan jadeando todos mis
desfallecimientos. Pero, mientras tanto, ¿cuánto tiempo lo aplazarás, por cuánto
tiempo se arrastrará mi alma hacia ti, ansiosa, miserable y anhelante?
Te ruego que
me escondas en lo escondido de tu faz, lejos de las contiendas de los hombres.
Protégeme en tu tabernáculo de la contradicción de las lenguas.
Guillermo de Saint-Thierry
(s. XII)
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