La Iglesia católica celebra las fiestas
de Todos los Santos en el día primero del mes noviembre para venerar y
homenajear a los bienaventurados del Sermón de la Montaña, y la de Todos
Fieles Difuntos en el día dos de este mismo mes para recordar a
nuestros queridos difuntos orando por ellos y depositando nuestras
flores sobre sus sepulcros y tumbas de nuestros cementerios como signos
de nuestro amor y gratitud hacia ellos. Fueron introducidas en la
liturgia cristiana romana por la célebre abadía benedictina francesa de
Cluny que tantas glorias dio la a Cristiandad.
Pues bien, dichos dias me traen a mi
memoria los versos de Gustavo Adolfo Bécquer: “¿Vuelve el polvo al
polvo?, ¿vuela el alma al cielo?, ¿todo es vil materia, podredumbre y
cieno?.¡No lo sé, pero hay algo que explicar no puedo, que a la par que
nos infunde repugnancia y miedo, al dejar tan tristes, tan solos, los
muertos!”. A estas preguntas de Bécquer quiero responder con unas
sencillas consideraciones acerca del tiempo y la eternidad, de la
brevedad y fugacidad de esta vida terrena, y de la resurrección de los
muertos y de una vida eterna más allá de la muerte.
El tiempo y el espacio realmente no
existen, son entes de razón con fundamento en la realidad de la vida.
Concretamente, el tiempo es lo que duran nuestras vidas y cosas teniendo
un principio y un fin en este mundo, y el espacio es el lugar que
ocupan. La eternidad es la duración infinita de la vida, que puede ser
de dos formas, una que no tiene principio ni fin, como es la vida de
Dios, y otra que tiene principio pero que no tienen fin como son los
seres humanos según la creencia cristiana.
La brevedad y fugacidad de la
vida humana en este mundo me trae a mi memoria las coplas que Jorge
Manrique escribió en el siglo XV con ocasión de la muerte de su padre,
el maestre de la orden religiosa y militar de Santiago: “Recuerde el
alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la
vida, como se viene la muerte tan callando; cuan presto se va el placer y
cómo después de recordado da dolor, y como a nuestro parecer cualquier
tiempo pasado fue mejor. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la
mar que es el morir. Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos y
llegamos al tiempo que fenecemos, así que cuando morimos descansamos”.
Ciertamente, nuestra vida humana de
placeres y dolores, de amores y odios en este mundo es corta, por muchos
años que uno viva, pasando fugazmente como los ríos que nacen, crecen,
discurre por su cauce y mueren en la inmensidad del mar. Nuestra
pregunta es: ¿Nacemos y morimos en la inmensidad del cosmos como el río
que nace y muere en la inmensidad del mar?, o bien ¿nacemos y morimos
para resucitar a una vida personal y eterna tras nuestra muerte
temporal?
Veamos lo que nos dice la Biblia y lo
que nos enseña la Iglesia al respeto. El Viejo Testamento habla de la
resurrección de los muertos para una vida eterna. Concretamente, Job
dice: “Yo se que vive mi Redentor, y que yo he de resucitar de la tierra
el último día, y de nuevo he ser revestido de esta piel mía y en mi
carne veré a mi Dios” (Job, 19, 23-27). Los profetas Daniel (12, 2),
Ezequiel (37,1 y sigs,) y los Macabeos (II, 7,1-14) manifiestan la
creencia de la resurrección de los muertos para la vida eterna.
El Evangelio de san Juan
expresa en palabras de Jesús: “Como el Padre resucita a los muertos y
les da vida, así, el que escucha mi palabra y cree en el que me ha
enviado, tiene vida eterna. Llegará la hora en que todos los que están
en los sepulcros oirán mi voz. Saldrán los que han hecho el bien para
una resurrección de vida y los que han hecho el mal para una
resurrección de juicio” (Jn.5, 21-28). Con ocasión de la muerte de
Lázaro, le dice a su hermana, Marta, que lloraba desconsolada: “Yo soy
la resurrección y la vida, aquel que crea en mí, aunque haya muerto
vivirá” (Jn 11, 25).
San Pablo manifiesta: “No queremos
que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los
demás sin esperanza, pues si creemos que Jesús murió, así también Dios
tomará consigo a los que murieron en él. Pues el Señor, a una orden del
cielo, a la voz del arcángel y al sonido de la trompeta de Dios,
descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero, y
después nosotros los que aun vivan seremos arrebatados en las nubes al
encuentro con Dios en los aires, y allí estaremos siempre con el Señor”
(Tsln.4, 13-18).
La Iglesia en sus Credos afirma: “Creo
en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”, y en el prefacio
de difuntos enseña: “La vida de los que creen, Señor, no termina, se
transforma”. De este modo, San Agustín de Hipona escribe: “Señor, nos
hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
Ti.”
¡Jesús, como san Pedro te decimos:
“¿Señor, a dónde vamos a ir, si Tú tienes palabras de vida eterna”, que
garantizan la resurrección de los muertos a una vida eterna!
José Barros Guede. A Coruña, 30 de octubre del 2012.
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