Quieres saber cuál es la fe que da vida y consigue la victoria? Aquella por la cual Cristo habita en lo íntimo de nuestro ser. El es nuestra virtud y nuestra vida. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, dice el Apóstol, os manifestaréis también vosotros gloriosos con él. Esa gloria será vuestra victoria. Y nos manifestaremos con él porque vencemos por él. Solamente llegan a ser hijos de Dios los que reciben a Cristo, y únicamente en ellos se cumple lo que dice la Escritura: todo el que nace de Dios, vence al mundo.

SAN BERNARDO


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Si tienes un secreto, escóndelo o revélalo (proverbio árabe)

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Preámbulo de la Regla Primitiva del Temple

Nos dirigimos en primer lugar a aquellos que desprecian seguir su propia voluntad y
desean servir, con pureza de ánimo, en la caballería del rey verdadero y supremo, y a los que quieren cumplir, y cumplen, con asiduidad, la noble virtud de la obediencia. Por eso os
aconsejamos, a aquellos de vosotros que pertenecisteis hasta ahora a la caballería secular,en la que Cristo no era la única causa, sino el favor de los hombres, que os apresuréis a asociaros perpetuamente a aquéllos que el Señor eligió entre la muchedumbre y dispuso, con su piadosa gracia, para la defensa de la Santa Iglesia.
Por eso, oh soldado de Cristo, fueses quien fueses,

que eliges tan sagrada orden, conviene que en tu profesión lleves una pura diligencia y firme
perseverancia, que se sabe que es tan digna y sublime para con Dios que, si pura y
perseverantemente se observa por los militantes que diesen sus almas por Cristo, merecerán
obtener la suerte; porque en ella apareció y floreció una orden militar, ya que la caballería,
abandonando su celo por la justicia, intentaba no defender a los pobres o iglesias sino
robarlos, despojarlos y aun matarlos; pero sucedió que vosotros, a los que nuestro señor y
salvador Jesucristo, como amigos suyos, dirigió desde la Ciudad Santa a habitar en Francia y
Borgoña, no cesáis, por nuestra salud y propagación de la verdadera fe, de ofrecer Dios
vuestras almas en víctima agradable a Dios......SAN BERNARDO

domingo, 10 de febrero de 2013

EL AMOR DE CRISTO POR NOSOTROS


 Al escribir o hablar sobre el Santísimo Sa­cramento, verdadero corazón y foco de toda la vida cristiana, conviene evitar dos extre­mos. Por una parte, no debemos rebajar el gran misterio sacramental al nivel de un mero sentimentalismo por un abuso de imagina­ción piadosa, y, de otro lado, no hemos de estudiar el misterio con tales abstracciones puramente teológicas, que olvidemos que se trata del gran sacramento del amor de Dios por nosotros. De ambos extremos nos salva la sencillez de los Evangelios.

Los Evangelios nos cuentan los más subli­mes misterios de nuestra fe en términos concretos y fáciles de entender para cualquier in­teligencia. De los cuatro evangelistas, ningu­no ha dado a las más altas verdades revela­das una encarnación más concreta que San Juan, el autor del cuarto Evangelio. El dis­cípulo a quien Jesús amó abre su relato de la última Cena y de la Pasión con estas pa­labras hondamente conmovedoras: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo  amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1). Y de estas palabras se deduce con inmediata claridad que el sacra­mento y el sacrificio de la Eucaristía instituidos por Jesús en la última Cena, son, lo mis­mo que la Pasión y Resurrección que ellos perpetúan hasta el fin de los tiempos, la en­carnación inefablemente perfecta de su amor por nosotros.

La vida cristiana no es otra cosa que Cristo viviendo en nosotros por el Espíritu Santo. Es el amor de Cristo, compartiéndose con nosotros en la caridad. Es Cristo en nosotros, amando al Padre por el Espíritu. Es Cristo uniéndonos a nuestros hermanos por la cari­dad con el vínculo del mismo Espíritu.

Jesús expresó frecuentemente su deseo de compartir con nosotros el misterio de su vida divina. Él dijo que había venido para que tu­viéramos vida y la tuviéramos abundante (Jn. 10, 10). Vino a arrojar, como un fuego, esa vida de caridad sobre el mundo, y desea­ba verlo ardiendo. Deseaba, sobre todo, po­der sufrir el “Bautismo” de su Pasión y muer­te, porque sabía que sólo así sería capaz de incorporarnos a su misterio y hacernos, con Él, hijos de Dios. No es maravilla, pues, que dijese que estaba “constreñido”, es decir, que se sentía como atado y confinado, como un prisionero en sus cadenas, hasta que su bau­tismo se cumpliese. Su infinita caridad, apri­sionada en su sagrado Corazón, anhelaba romper su confinamiento y comunicarse a la humanidad, pues, en cuanto Dios, Él es bon­dad sustancial, y la naturaleza misma del bien es la de ser difusivo de sí mismo.

Por eso la Iglesia, en su liturgia, continúa aplicando a Cristo en la Santa Eucaristía aque­llas palabras que Jesús dirigió a los hombres dolientes de su tiempo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt. 11, 28). Porque, en la Eucaristía, el Cristo de la última Cena todavía parte el pan con sus discípulos, todavía lava sus pies para mostrarles que, si Él no se abaja y les sirve, no tendrán parte en Él (Jn. 13, 8). En la Eucaristía, todavía bendice el sagrado cáliz y se lo ofrece a aquellos que ama. Sólo hay una diferencia. En la última Cena, Cristo aún no ha padecido muerte y resucitado. Ahora, en nuestra misa diaria, el Cristo que entra silenciosa e invisiblemente para presentarse en medio de sus discípulos es el Cristo que se sienta gloriosamente a la diestra del Padre en los cielos. Es Cristo Rey inmortal y Conquistador. Es el Cristo que, habiendo muerto una vez por nosotros, «ya no muere más» (Rom., 6, 9). Al mismo tiempo, llega hasta nosotros con toda la sencillez, pobreza y oscuridad que, en los Evangelios, hemos aprendido a asociar con su Encarnación.
Al resucitar de entre los muertos, Jesús no perdió nada de su humanidad. Al descender gloriosamente hasta el inaccesible misterio de su divinidad, su trono, no cesó de amarnos con la misma humana ternura y perfección que San Juan describe en tres sencillas palabras: «hasta el fin». La Santa Eucaristía nos descubre las profundidades del significado que contienen estas tres palabras.

Al decir que Jesús amó a los suyos «hasta el fin», el evangelista no nos dice simplemen­te que Nuestro Salvador nos amó hasta el término de su vida en la tierra, que nos amó tanto, que murió por nosotros. Jesús dijo: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.» (Jn., 15, 13). Y, sin embargo, Jesús mismo ha hecho más que dar su vida por nosotros. Nos ha amado con un amor que no puede ser confinado en los lími­tes corrientes de la vida humana. Al darnos la Eucaristía como un «memorial» de su pasión, muerte y resurrección, ha hecho presente, para todos los tiempos, el amor que le hizo morir por nosotros. Más aún, ha hecho que la Pasión misma esté presente en el misterio. Y Él mismo, que nos conocía y nos veía con su divina presencia cuando bendecía el pan en el Cenáculo y cuando tomó su Cruz, quiere estar sustancialmente presente en la Eucaristía, para conocernos y amarnos, para compartir sacramentalmente con nosotros su presencia y su amor hasta el fin de los tiempos.

Ahora bien, este deseo de Cristo fue mu­cho más que una expresión de la más pura ternura humana. Su permanencia con nosotros en la Eucaristía no es sólo un gesto de apasionado amor. Su obra divina quedó objetivamente cumplida cuando expiró su alma en la Cruz. Pero, como Él dijo por boca del Salmista (Sal., 15, 10) no tendría valor su sangre si se corrompiese en el sepulcro. Se santi­ficó a Sí mismo (Jn.,17, 19) para que nos­otros podamos ser “santificados por la ver­dad” (Ídem). Si viene hasta nosotros en el Santísimo Sacramento, viene a realizar una obra, no en Sí mismo, sino en nosotros. ¿Cuál es esta obra? Dice Juan, en el gran capítulo eucarístico del Cuarto Evangelio: «La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado.» (Jn., 6, 29). Si conocemos los Evan­gelios, nos percataremos de que la palabra ((creáis)) implica aquí mucho más que un simple asentimiento intelectual a la verdad re­velada. Significa la sincera aceptación no sólo del mensaje evangélico, sino de la persona misma de Cristo. Significa hacer las obras de Cristo, pues “el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago” (Jn., 14, 12). Significa amar a Cristo y, en virtud de este amor, recibir el Espíritu de Cristo en nues­tros corazones. Significa guardar sus manda­mientos, y especialmente el amor de unos a otros (Jn., 14, 21). Significa darse cuenta de que Cristo está en el Padre, y nosotros en Cristo y Cristo en nosotros (Jn., 14, 20).
En una palabra, la obra de Cristo en el mundo, a través de la acción de su Espíritu, a través de su Iglesia, y a través de sus santos sacramentos, es la obra de nuestra incor­poración y transformación en Él mismo por la caridad. Esta es la obra por excelencia de la Santa Eucaristía.

Ahora bien, al recibir los sacramentos, lo primero que se necesita es, naturalmente, que creamos en Cristo, el cual nos santifica a tra­vés de los sacramentos. Debemos ser bautizadas como cristianos. Debemos vivir de acuer­do con las promesas bautismales y renunciar al pecado. Debemos consagrarnos a Dios y a su divina caridad. Debemos vivir desintere­sadamente, esto es, hemos de buscar nuestra realización en el amor a Dios y a nuestro pró­jimo. Pero a fin de que los sacramentos pro­duzcan en nosotros su efecto plenario, a fin, sobre todo, de que nuestra vida eucarística sea realmente una vida y no una pura formalidad externa, hemos de esforzarnos por aumentar no sólo nuestra apreciación del misterio sacra­mental, sino también nuestra comprensión del amor de Cristo que está presente y actúa sobre nosotros en el Sacramento.

  Estas dos cosas son, simplemente, dos as­pectos distintos de la misma cosa: el amor de Cristo por nosotros. Por otra parte, la maravillosa realidad de la presencia sacramental de Cristo, un misterio de la sabiduría y el poder de Dios, baña y purifica nuestra inteligen­cia con una limpia luz que despierta las pro­fundidades de nuestra voluntad hacia un amor más allá de todo afecto humano. Por otra parte, su amor por nosotros despierta en nuestros corazones un instinto espiritual que nos impulsa a amarle a nuestra vez, y este amor nos lleva al conocimiento de Dios.

  El amor a Dios es la más profunda realiza­ción de las capacidades implantadas por Dios en la naturaleza humana, destinada a unirse con Él mismo. Al amarle, descubrimos, no sólo el íntimo significado de verdades que, de otra forma, nunca hubiéramos podido enten­der, sino que, además, encontramos en Él nuestra verdadera identidad. La caridad que despierta en nuestros corazones el Espíritu de Cristo, actuando en las profundidades de nuestro ser, nos hace empezar a ser las per­sonas que, en los designios inescrutables de su Providencia, Él dispuso que fuéramos. Movidos por la gracia de Cristo, empezamos a descubrir y a conocer a Cristo como un ami­go conoce a su amigo: por la interior simpa­tía y el entendimiento que sólo la amistad puede otorgar. Este amoroso conocimiento de Dios es uno de los más importantes frutos de la comunión eucarística con Dios en Cristo.


                                                                    ORACIÓN


Yo, Señor, yo, como dice tu profeta, soy un hombre que veo mi pobreza12. Soy pobre y en trabajos desde mi juventud; ensalzado, me siento humillado y confundido13. Por cuántas y qué horribles humillaciones me has hecho pasar. Pero te has vuelto hacia mí, me has vivificado y me has sacado, una vez más, de los abismos de la tierra. Has multiplicado tu magnificencia; y volviéndote me has consolado14.
Ahora, tierno Señor, mi alma te da las gracias. Cuando le hablas, comienza a reconocer tu voz; más aún no capta del todo lo que tú le dices. Tu voz nunca viene de vacío60 ; pues tu voz es tu gracia que no resuena al exterior, sino que enérgica y dulcemente obra en el interior. Cuando yo te hablo, tiendo a ti; y en esto precisamente consiste mi bien. Sea cual fuere mi oración estoy cierto que nunca te oraré o adoraré en vano, ya que el solo hecho de orar me resulta una gran recompensa61.

Guillermo de Saint Thierry, “ORACIONES MEDITADAS”. Biblioteca Cisterciense. Ediciones Monte Carmelo



12 Lam 3,1.

13 Sal 87,16.

14 Sal 70,20-21.

60 Is 55,11.

61 Sal 18,12.



 Charla a iniciativa de GRUPO DE ADORACIÓN NOCTURNA DE LA HERMANDAD DE LA SAGRADA CENA

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