Al
escribir o hablar sobre el Santísimo Sacramento, verdadero corazón y
foco de toda la vida cristiana, conviene evitar dos extremos. Por una
parte, no debemos rebajar el gran misterio sacramental al nivel de un
mero sentimentalismo por un abuso de imaginación piadosa, y, de otro
lado, no hemos de estudiar el misterio con tales abstracciones puramente
teológicas, que olvidemos que se trata del gran sacramento del amor de
Dios por nosotros. De ambos extremos nos salva la sencillez de los
Evangelios.
Los Evangelios nos cuentan los más sublimes
misterios de nuestra fe en términos concretos y fáciles de entender para
cualquier inteligencia. De los cuatro evangelistas, ninguno ha dado a
las más altas verdades reveladas una encarnación más concreta que San
Juan, el autor del cuarto Evangelio. El discípulo a quien Jesús amó
abre su relato de la última Cena y de la Pasión con estas palabras
hondamente conmovedoras: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo
Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre,
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo” (Jn. 13, 1). Y de estas palabras se deduce
con inmediata claridad que el sacramento y el sacrificio de la
Eucaristía instituidos por Jesús en la última Cena, son, lo mismo que
la Pasión y Resurrección que ellos perpetúan hasta el fin de los
tiempos, la encarnación inefablemente perfecta de su amor por nosotros.
La
vida cristiana no es otra cosa que Cristo viviendo en nosotros por el
Espíritu Santo. Es el amor de Cristo, compartiéndose con nosotros en la
caridad. Es Cristo en nosotros, amando al Padre por el Espíritu. Es
Cristo uniéndonos a nuestros hermanos por la caridad con el vínculo del
mismo Espíritu.
Jesús expresó frecuentemente su deseo de
compartir con nosotros el misterio de su vida divina. Él dijo que había
venido para que tuviéramos vida y la tuviéramos abundante (Jn.
10, 10). Vino a arrojar, como un fuego, esa vida de caridad sobre el
mundo, y deseaba verlo ardiendo. Deseaba, sobre todo, poder sufrir el
“Bautismo” de su Pasión y muerte, porque sabía que sólo así sería capaz
de incorporarnos a su misterio y hacernos, con Él, hijos de Dios. No es
maravilla, pues, que dijese que estaba “constreñido”, es decir, que se
sentía como atado y confinado, como un prisionero en sus cadenas, hasta
que su bautismo se cumpliese. Su infinita caridad, aprisionada en su
sagrado Corazón, anhelaba romper su confinamiento y comunicarse a la
humanidad, pues, en cuanto Dios, Él es bondad sustancial, y la
naturaleza misma del bien es la de ser difusivo de sí mismo.
Por
eso la Iglesia, en su liturgia, continúa aplicando a Cristo en la Santa
Eucaristía aquellas palabras que Jesús dirigió a los hombres dolientes
de su tiempo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y
yo os aliviaré” (Mt. 11, 28). Porque, en la Eucaristía, el
Cristo de la última Cena todavía parte el pan con sus discípulos,
todavía lava sus pies para mostrarles que, si Él no se abaja y les
sirve, no tendrán parte en Él (Jn. 13, 8). En la Eucaristía,
todavía bendice el sagrado cáliz y se lo ofrece a aquellos que ama. Sólo
hay una diferencia. En la última Cena, Cristo aún no ha padecido muerte
y resucitado. Ahora, en nuestra misa diaria, el Cristo que entra
silenciosa e invisiblemente para presentarse en medio de sus discípulos
es el Cristo que se sienta gloriosamente a la diestra del Padre en los
cielos. Es Cristo Rey inmortal y Conquistador. Es el Cristo que,
habiendo muerto una vez por nosotros, «ya no muere más» (Rom., 6,
9). Al mismo tiempo, llega hasta nosotros con toda la sencillez,
pobreza y oscuridad que, en los Evangelios, hemos aprendido a asociar
con su Encarnación.
Al resucitar de entre los muertos, Jesús no
perdió nada de su humanidad. Al descender gloriosamente hasta el
inaccesible misterio de su divinidad, su trono, no cesó de amarnos con
la misma humana ternura y perfección que San Juan describe en tres
sencillas palabras: «hasta el fin». La Santa Eucaristía nos descubre las
profundidades del significado que contienen estas tres palabras.
Al
decir que Jesús amó a los suyos «hasta el fin», el evangelista no nos
dice simplemente que Nuestro Salvador nos amó hasta el término de su
vida en la tierra, que nos amó tanto, que murió por nosotros. Jesús
dijo: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus
amigos.» (Jn., 15, 13). Y, sin embargo, Jesús mismo ha
hecho más que dar su vida por nosotros. Nos ha amado con un amor que no
puede ser confinado en los límites corrientes de la vida humana. Al
darnos la Eucaristía como un «memorial» de su pasión, muerte y
resurrección, ha hecho presente, para todos los tiempos, el amor que le
hizo morir por nosotros. Más aún, ha hecho que la Pasión misma esté
presente en el misterio. Y Él mismo, que nos conocía y nos veía con su
divina presencia cuando bendecía el pan en el Cenáculo y cuando tomó su
Cruz, quiere estar sustancialmente presente en la Eucaristía, para
conocernos y amarnos, para compartir sacramentalmente con nosotros su
presencia y su amor hasta el fin de los tiempos.
Ahora
bien, este deseo de Cristo fue mucho más que una expresión de la más
pura ternura humana. Su permanencia con nosotros en la Eucaristía no es
sólo un gesto de apasionado amor. Su obra divina quedó objetivamente
cumplida cuando expiró su alma en la Cruz. Pero, como Él dijo por boca
del Salmista (Sal., 15, 10) no tendría valor su sangre si se corrompiese en el sepulcro. Se santificó a Sí mismo (Jn.,17,
19) para que nosotros podamos ser “santificados por la verdad”
(Ídem). Si viene hasta nosotros en el Santísimo Sacramento, viene a
realizar una obra, no en Sí mismo, sino en nosotros. ¿Cuál es esta obra?
Dice Juan, en el gran capítulo eucarístico del Cuarto Evangelio: «La
obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado.» (Jn., 6,
29). Si conocemos los Evangelios, nos percataremos de que la palabra
((creáis)) implica aquí mucho más que un simple asentimiento intelectual
a la verdad revelada. Significa la sincera aceptación no sólo del
mensaje evangélico, sino de la persona misma de Cristo. Significa hacer
las obras de Cristo, pues “el que cree en mí, también él hará las obras
que yo hago” (Jn., 14, 12). Significa amar a Cristo y,
en virtud de este amor, recibir el Espíritu de Cristo en nuestros
corazones. Significa guardar sus mandamientos, y especialmente el amor
de unos a otros (Jn., 14, 21). Significa darse cuenta de que Cristo está en el Padre, y nosotros en Cristo y Cristo en nosotros (Jn., 14, 20).
En
una palabra, la obra de Cristo en el mundo, a través de la acción de su
Espíritu, a través de su Iglesia, y a través de sus santos sacramentos,
es la obra de nuestra incorporación y transformación en Él mismo por
la caridad. Esta es la obra por excelencia de la Santa Eucaristía.
Ahora
bien, al recibir los sacramentos, lo primero que se necesita es,
naturalmente, que creamos en Cristo, el cual nos santifica a través de
los sacramentos. Debemos ser bautizadas como cristianos. Debemos vivir
de acuerdo con las promesas bautismales y renunciar al pecado. Debemos
consagrarnos a Dios y a su divina caridad. Debemos vivir
desinteresadamente, esto es, hemos de buscar nuestra realización en el
amor a Dios y a nuestro prójimo. Pero a fin de que los sacramentos
produzcan en nosotros su efecto plenario, a fin, sobre todo, de que
nuestra vida eucarística sea realmente una vida y no
una pura formalidad externa, hemos de esforzarnos por aumentar no sólo
nuestra apreciación del misterio sacramental, sino también nuestra
comprensión del amor de Cristo que está presente y actúa sobre nosotros
en el Sacramento.
Estas dos cosas son, simplemente, dos
aspectos distintos de la misma cosa: el amor de Cristo por nosotros.
Por otra parte, la maravillosa realidad de la presencia sacramental de
Cristo, un misterio de la sabiduría y el poder de Dios, baña y purifica
nuestra inteligencia con una limpia luz que despierta las
profundidades de nuestra voluntad hacia un amor más allá de todo afecto
humano. Por otra parte, su amor por nosotros despierta en nuestros
corazones un instinto espiritual que nos impulsa a amarle a nuestra vez,
y este amor nos lleva al conocimiento de Dios.
El amor a
Dios es la más profunda realización de las capacidades implantadas por
Dios en la naturaleza humana, destinada a unirse con Él mismo. Al
amarle, descubrimos, no sólo el íntimo significado de verdades que, de
otra forma, nunca hubiéramos podido entender, sino que, además,
encontramos en Él nuestra verdadera identidad. La caridad que despierta
en nuestros corazones el Espíritu de Cristo, actuando en las
profundidades de nuestro ser, nos hace empezar a ser las personas que,
en los designios inescrutables de su Providencia, Él dispuso que
fuéramos. Movidos por la gracia de Cristo, empezamos a descubrir y a
conocer a Cristo como un amigo conoce a su amigo: por la interior
simpatía y el entendimiento que sólo la amistad puede otorgar. Este
amoroso conocimiento de Dios es uno de los más importantes frutos de la
comunión eucarística con Dios en Cristo.
ORACIÓN
Yo,
Señor, yo, como dice tu profeta, soy un hombre que veo mi pobreza12.
Soy pobre y en trabajos desde mi juventud; ensalzado, me siento
humillado y confundido13. Por cuántas y qué horribles humillaciones me
has hecho pasar. Pero te has vuelto hacia mí, me has vivificado y me has
sacado, una vez más, de los abismos de la tierra. Has multiplicado tu
magnificencia; y volviéndote me has consolado14.
Ahora, tierno
Señor, mi alma te da las gracias. Cuando le hablas, comienza a reconocer
tu voz; más aún no capta del todo lo que tú le dices. Tu voz nunca
viene de vacío60 ; pues tu voz es tu gracia que no resuena al exterior,
sino que enérgica y dulcemente obra en el interior. Cuando yo te hablo,
tiendo a ti; y en esto precisamente consiste mi bien. Sea cual fuere mi
oración estoy cierto que nunca te oraré o adoraré en vano, ya que el
solo hecho de orar me resulta una gran recompensa61.
Guillermo de Saint Thierry, “ORACIONES MEDITADAS”. Biblioteca Cisterciense. Ediciones Monte Carmelo
12 Lam 3,1.
13 Sal 87,16.
14 Sal 70,20-21.
60 Is 55,11.
61 Sal 18,12.
Charla a iniciativa de GRUPO DE ADORACIÓN NOCTURNA DE LA HERMANDAD DE LA SAGRADA CENA
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