Quieres saber cuál es la fe que da vida y consigue la victoria? Aquella por la cual Cristo habita en lo íntimo de nuestro ser. El es nuestra virtud y nuestra vida. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, dice el Apóstol, os manifestaréis también vosotros gloriosos con él. Esa gloria será vuestra victoria. Y nos manifestaremos con él porque vencemos por él. Solamente llegan a ser hijos de Dios los que reciben a Cristo, y únicamente en ellos se cumple lo que dice la Escritura: todo el que nace de Dios, vence al mundo.

SAN BERNARDO


WEB OFICIAL DE LA ORDEN

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Si tienes un secreto, escóndelo o revélalo (proverbio árabe)

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Preámbulo de la Regla Primitiva del Temple

Nos dirigimos en primer lugar a aquellos que desprecian seguir su propia voluntad y
desean servir, con pureza de ánimo, en la caballería del rey verdadero y supremo, y a los que quieren cumplir, y cumplen, con asiduidad, la noble virtud de la obediencia. Por eso os
aconsejamos, a aquellos de vosotros que pertenecisteis hasta ahora a la caballería secular,en la que Cristo no era la única causa, sino el favor de los hombres, que os apresuréis a asociaros perpetuamente a aquéllos que el Señor eligió entre la muchedumbre y dispuso, con su piadosa gracia, para la defensa de la Santa Iglesia.
Por eso, oh soldado de Cristo, fueses quien fueses,

que eliges tan sagrada orden, conviene que en tu profesión lleves una pura diligencia y firme
perseverancia, que se sabe que es tan digna y sublime para con Dios que, si pura y
perseverantemente se observa por los militantes que diesen sus almas por Cristo, merecerán
obtener la suerte; porque en ella apareció y floreció una orden militar, ya que la caballería,
abandonando su celo por la justicia, intentaba no defender a los pobres o iglesias sino
robarlos, despojarlos y aun matarlos; pero sucedió que vosotros, a los que nuestro señor y
salvador Jesucristo, como amigos suyos, dirigió desde la Ciudad Santa a habitar en Francia y
Borgoña, no cesáis, por nuestra salud y propagación de la verdadera fe, de ofrecer Dios
vuestras almas en víctima agradable a Dios......SAN BERNARDO

lunes, 27 de mayo de 2013

EL CAMINO DE LAS ESTRELLAS. EL REGRESO DEL TEMPLARIO -Segunda parte





El Caballero Templario  al final de su camino observa con respeto la caida del sol y su trasformaciòn, como el alquimista observa  la materia, el Caballero  ahonda en ese descubrimiento para alcanzar el verdadero saber. Consciente de sus sentidos reconoce el símbolo Sagrado de la Inteligencia Divina  Creadora, y la grandeza  inmensa del Còsmo con su eterno movimento” (todas Tus obras las hicistes con Sabiduria Mio Señor-Salmo 104 ) el Templario reconoce su determinaciòn de ser humano,  en  su bùsqueda  encuentro  la presencia del sacro  dentro de su alma, en su largo camino comprendio  la distinciòn entre lo temporal  y lo spiritual, mirando hacia arriba y  continundo a caminar hacia adelante,recorderà  que en su camino encontro abundantes elementos relacionados con el mundo celeste que dejaròn los grandes Maestros Constructores y en  cuyos muros grabaròn los misterios de la gran sabiduría con escenas bíblicas y mitològicas… donde se esconde el mensage que comunica con la sabiduría superior permitiendo la evoluciòn del espiritu,fiel  a estàs revelaciones el Templario no podra prescindir de la vida de la Iglesia y de su ritmo Sacramental. Custodio del camino sagrado el Templare  comprende la vivencia y la unidad con los Hermanos de la Caballeria  de la hùmile túnica blanca.


Dal regreso de la Ruta del Conocimiento Jacobeo, encontró  las aguas subterràneas que lo alimentaron de  lo puro lo humano y lo spiritual, imprescindible para la vida, la luz, el amor y la paz,el Caballero  descubriò  la propia vida interior la liberaciòn el don del silencio y sus varias formas” todo sera relacionado para  llevarlo  al  apertura con el Absoluto, el camino fue la existencia de la verdad en la armonia del bien, no fue una competencia con el prójimo sino con si mismo , el Cabellero se libero de toda opresiòn ,para poder llegar un día a la Milicia Celestial, y sentir  fluir da su interno la voz del Espíritu Creador.


Sor + Mari Sol García
Dama del Temple


viernes, 24 de mayo de 2013

SANTISIMA TRINIDAD, LA IGLESIA, COMUNIÓN DE LOS HOMBRES CON DIOS.




LA IGLESIA, COMUNIÓN DE LOS HOMBRES CON DIOS.
 HOMILIA DE OSCAR ROMERO
DÍA 5 de Junio de 1977
Comencemos por reconocer con sinceridad, todas aquellas cosas que nos apartan de Dios. Que ese sentido de peregrinación, todos los que estamos en esta reflexión, católicos, somos un pueblo peregrino, y a lo largo del año litúrgico la Iglesia va marcando con luces de fe este itinerario. Cada domingo es un paso más en este caminar hacia el encuentro del Señor. Y el misterio de Cristo se va desplegando a lo largo del año, desde las expectativas navideñas, hasta la culminación de la cruz y de la Pascua. Y desde la Pascua sigue la peregrinación llena de alegría, pero de una alegría que brota de una cruz; y por tanto dolor y gozo son la característica de esta Iglesia de la Pascua, de esta Iglesia peregrina.
Terminábamos así, el domingo recién pasado, como una clausura solemne de la Pascua, con Pentecostés, la venida del Espíritu Santo. Ocho días después, la peregrinación se detiene como para hacer un resumen de todo este recorrido y tenemos ante nuestros ojos el origen y la meta de esta peregrinación. Venimos de Dios y caminamos hacia Dios. Es el domingo de la Santísima Trinidad. Domingo muy importante, porque viene a decirnos la razón de nuestra esperanza, la explicación de esta alegría íntima que lleva el peregrino de la tierra, sabiendo que viene de Dios, que ha nacido del amor y que camina en la esperanza de un Dios inmutable, eterno, que nos espera con sus brazos abiertos. Es hermoso que esta mañana, pues, nos detengamos a contemplar a la luz de las bellísimas lecturas que acaban de escuchar.  

¿QUE ES DIOS?
La primera lectura nos da una respuesta filosófica, metafísica, que tal vez no nos impresiona tanto, como no impresionaba ya esa explicación metafísica de Dios, y el Concilio llega a decir que este fenómeno del ateísmo moderno -que haya tanta gente que haya olvidado a Dios- es porque nosotros que creemos en Él, no lo hemos sabido presentar. Y mucho más grave, si no hemos sabido vivir de acuerdo con esa fe.
Leía esta semana una frase tremenda cuando dice: "El mundo y los hombres se han desentendido de Dios, porque no creen en un Dios sin mundo y sin hombres". Esto es terrible. Tal vez creemos en un Dios aislado de nosotros, en un Dios casi como que se desentiende de nuestras angustias y de nuestra tribulación. Pero, gracias a Dios, Cristo y toda la literatura del Nuevo Testamento y también la del Viejo Testamento, recobra en nuestros días una presentación de un Dios que vive con nosotros, un Dios vivencial; un Dios, diríamos, funcional; un Dios como decía el Viejo Testamento, el Dios de Abraham, el Dios de Jacob, el Dios de Isaac, el Dios de nuestros padres, o como escribe San Pablo, el Dios de nuestro Señor Jesucristo.
Así se hace más interesante esta figura divina. Es un Dios que va con nuestra historia. Es un Dios que se manifiesta en la zarza ardiente que vio Moisés: "Soy el que soy". El texto es difícil y quizás de los que más han estudiado los exegetas cristianos. "Soy el que soy" se puede entender en este sentido metafísico, la esencia misma de Dios, su ser que no puede dejar de ser. Pero es mucho más simpático presentarlo como el Dios de la revelación; el Dios que no es el producto de mis pensamientos; el Dios que no es como la corona de mis esfuerzos por descubrirlo, sino un Dios que me sale al encuentro, un Dios que se revela. Un Dios que me dice en Moisés: soy el que soy, el que estoy contigo, el que está con tu pueblo, el que en esta hora en que se oyen los lamentos de un pueblo atribulado, esclavo de los capataces del Faraón, está oyendo esos gemidos y quiere valerse de ti para liberarlo. Un Dios que se preocupa de la esclavitud de los hombres para hacerlos libres. Un Dios que vive con los pueblos subdesarrollados para que se desarrollen en la verdadera imagen que él quiso hacer de cada rostro humano. Un Dios que se preocupa de nosotros: Así nos presenta y es nuestra reflexión de esta mañana: desde la Iglesia, sentirnos nosotros precisamente como Iglesia, una comunión con Dios.


Este es el mensaje que yo quisiera grabar en vuestros corazones esta mañana: La Iglesia es una comunión de los hombres con Dios. Es el primer nivel de esta comunión, de allí descenderá naturalmente un segundo nivel: La Iglesia es la comunión de esos hijos de Dios marcados por el bautismo, unidos en Cristo, el Hijo de Dios. Y en tercer nivel: la Iglesia en comunión con el mundo entero, con la creación. Y ésta es la grandeza de nuestro pueblo cristiano. Cómo quisiéramos, hermanos, en esta hora y siempre, quiero repetir una vez más que nuestro trabajo en la Iglesia no es el producto de unas circunstancias; es la convicción de que un pastor de la Iglesia, unos sacerdotes de la Iglesia, unos cristianos que sienten con la Iglesia, tienen que identificarse cada vez más con su razón de ser. Haya o no haya persecución, construyamos nuestra Iglesia en la convicción de que la Iglesia es una comunión de todos los hombres para acercarnos a Dios.  

I. DIOS PRESENTE EN LA IGLESIA
Así comienza su primer documento magistral el Concilio Vaticano II sobre la Iglesia: "La Iglesia es en el mundo el sacramento", es decir, la señal y el instrumento para unir íntimamente a los hombres con Dios y unir a todos los hombres entre sí". Para eso está la Iglesia, ésta es su primera razón de ser.
En este primer nivel, pues, de la comunión Iglesia, encontramos a un Dios que se hace presente en esta Iglesia. Les recomiendo mucho leer ese primer capítulo de la Constitución de la Iglesia, donde nos presenta a la Iglesia como un misterio del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Resulta que Dios no es un ser aislado, solitario. Cristo nos ha revelado que Dios es comunión, que Dios es tres personas con esa capacidad que debía tener toda persona creada a su imagen, una apertura para recibir al otro y para darse al otro. El Padre es como el yo inicial. El Hijo es como él tú, con quien se entabla una corriente de amor tan intensa, que resulta un nosotros, la comunidad en un amor indestructible, el Espíritu de amor: el Espíritu Santo. Ese nosotros que se pronuncia en la Santísima Trinidad, capacidad de darse y de recibirse mutuamente, construye en la tierra la comunidad Iglesia.
Pero en primer lugar es un Dios que se da a esta comunidad que lo ha encontrado en Cristo. Cristo es el hombre en el cual Dios se hace visible. Cristo es como la zarza que vio Moisés iluminada de Dios. "Vimos su gloria como de unigénito del Padre", decían los apóstoles, "y os revelamos esa vida que él nos trajo, para que también ustedes entren en comunión con nosotros y con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo".

De Dios deriva la vida de la Iglesia. De la verdad divina deriva su predicación en la tierra. De su vida eterna deriva el perdón que se da a los pecadores arrepentidos, la santidad de las almas que crecen hasta las alturas de la contemplación. De Dios deriva toda su fuerza, toda su razón de ser. Esta es la relación más grande y más íntima de la Iglesia, una relación con Dios. De allá deriva toda su misión y toda su razón de ser. Por eso la Iglesia canta el día en que los magos van a adorar al niño Jesús, y Herodes -gobierno de la tierra- tiene evidencia de un nuevo rey que ha nacido. La Iglesia le dice: "No tengas miedo, Herodes. No viene a quitar poderes temporales. El que viene a dar reinos celestiales". Sería bueno recordarlo en nuestros días también, cuando se tergiversa la misión de la Iglesia como una competencia política, como un afán de querer el poder político. Esto es Herodes, viendo en Jesús un rival; esto es Herodes, hasta mandando a matar para conservar su poder. No viene a quitar poderes temporales! No viene con competencias de poderes de la tierra, una Iglesia que viene de Dios, para dar al mundo el amor, la gracia, la verdad, el perdón!.
Cómo quisiera que se comprendiera esta misión sublime de la Iglesia que deriva de una comunión con Dios. Y todos nosotros, queridos hermanos católicos, comprendamos que esta es nuestra primera obligación: nuestra relación con Dios. Hay momentos en que el Espíritu de Dios nos pide un esfuerzo más grande para hacer más visible la presencia de Dios en el mundo. Y se hará visible en la medida en que nosotros todos: obispos, sacerdotes, religiosas, laicos, matrimonios, estudiantes, profesionales, todos los que nos llamamos católicos, tratemos de intensificar esta comunión con Dios por la renovación, por la conversión, por la santidad. El pecado en todas sus formas es la niebla que se interpone. Alejemos de nosotros toda clase de pecado, y entonces el pueblo de Dios, la Iglesia de Dios, los católicos unidos en comunión con Dios, haremos presente en el mundo la figura santa de Dios. Dios es comunión y la Iglesia participa de esa comunión de Dios.  

2. IGLESIA, COMUNION DE LOS BAUTIZADOS
Y este es el segundo nivel, hermanos: es la comunión de los bautizados. Cristo, que nos trajo la verdad y la vida de Dios, fundó una Iglesia. Yo quiero leerles textualmente un párrafo del Concilio -es el número 14 de la Constitución sobre la Iglesia- para que vean quien de verdad es miembro de esta Iglesia que está en comunión con Dios. El que llena estas condiciones está en comunión con la Iglesia fundada por Cristo. El que falta a una de estas condiciones, que no se llame católico si voluntariamente la rechaza esa condición. Ya está excomulgado por su propia voluntad.
He aquí el texto del Concilio: "A esta sociedad de la Iglesia, fundada por Cristo, están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo", esto es lo primero: poseer el Espíritu de Cristo, es decir, no un cristianismo a nuestro gusto, sino al gusto de Cristo, que fundó la Iglesia, el Espíritu de Cristo. Segundo, "aceptan la totalidad de su organización". La Iglesia como humana es una organización jerárquica: un pontífice, centro de toda la Iglesia; un obispo en cada diócesis; una organización, sacerdotes en cada parroquia. El que acepta esta organización, otra condición, "y aceptan también todos los medios de salvación establecidos en ella y en su cuerpo visible están unidos con Cristo". Todos los medios de salvación establecidos en ella" son los sacramentos, son las leyes de la Iglesia. Es su verdad: "Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los obispos". He aquí las personas concretas. El que no está de acuerdo con su obispo no puede llamarse católico. Así como el obispo que no está de acuerdo con el Papa no es ya un ministro de la Iglesia.
Ustedes conocen el caso famoso de Lefebvre, un arzobispo de Francia que se declara en rebeldía contra el Papa. No se puede llamar católico, ya no está en comunión con la Iglesia. Si se propone como modelo, quiere decir que se quiere un cisma. Si yo mismo no estuviera en comunión con el Papa, no sería digno de esta honrosa dignidad de ser el pastor de la Arquidiócesis; pero es el Papa el que tiene que decírmelo, no otros. Y el Papa me acaba de confesar su comunión conmigo y mi comunión con él. Estamos en comunión, hermanos, y nadie dudará de que quien les está predicando hoy, sea un pastor verdadero de la Iglesia, en comunión con el Papa.


Podemos decir que una que no está en comunión con su obispo no debe comulgar eucarísticamente tampoco. La comunión es un signo de la comunión con la Iglesia. Yo sé que hay personas que comulgan y que después destruyen esta unidad de la Iglesia, murmurando de sacerdotes y de obispos. Si todos aquellos que están destruyendo la unidad, hablando contra los sacerdotes, difamando los medios de publicidad, echando culpas que no tenemos, ya se están excomulgando a sí mismos. Una excomunión del obispo no sería más que una sanción, ya oficial, de ese repudio que el pueblo les está dando ya. La organización de la Iglesia sabe lo que es, y así como en un organismo un cuerpo extraño se expele, se expulsa, el cuerpo místico de la Iglesia siente la invasión de cuerpos extraños y los expulsa como células muertas.
Sigue el texto del Concilio, "por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica", aquí están las características de nuestra unidad de fe. El que no admita el credo que el obispo profesa con la Iglesia, ya no está en la unidad de la fe católica. El que no admita uno de los sacramentos de los siete sacramentos ya rechaza una de las señales de unidad: no es católico. El que no acepte el Gobierno de la Iglesia, como una jurisdicción, una potestad, tampoco es católico. Y el que estorba ese gobierno de la Iglesia no dejándola administrar su función en un pueblo, -por ejemplo nosotros no podemos ir ahora a Aguilares a celebrar nuestra misa, a cuidar a nuestros católicos de aquel pueblo mártir- nos están estorbando en nuestro gobierno, no se pueden decir católicos. Y la comunión eclesiástica, esta es la plena comunión que Dios ha transmitido por Cristo a este pueblo de Dios visible en sus ministros, en sus pastores, con una potestad de gobierno, con una unidad de fe, con unos sacramentos, con una organización. El que quiera pertenecer a este pueblo de Dios organizado por Cristo, que se llama la Iglesia Católica, tiene que aceptar estas condiciones, y si no las acepta y si voluntariamente la rechaza, es un cismático, es un destructor de la Iglesia, moralmente un excomulgado por su propia voluntad.
Naturalmente, hermanos, que esta comunión a este nivel de bautizados es precisamente como una condición de salvación. Entonces, fíjense bien en esta pregunta: ¿El que no está en esta Iglesia, no se salvará?. No he dicho eso. He dicho que aquel que conoce las condiciones para pertenecer a este pueblo de Dios y voluntariamente las rechaza, está fuerza de la salvación; pero que si hay alguno no católico, que por su convicción de conciencia, cree que está en la verdad, ya sea en el protestantismo, ya sea en el judaísmo, ya sea como mahometado, como pagano, y allí trata de cumplir las leyes del Dios como él las concibe, ése está en el corazón de Cristo, en el corazón de la Iglesia, aunque no está en el cuerpo de la Iglesia. Así como al revés, hay muchos que por el bautismo están en el cuerpo de la Iglesia, pero por su actitud, por el rechazo de las cosas, no están en el corazón de la Iglesia; se llaman católicos pero no son católicos y están fuera de salvación. Y los que están fuera de la Iglesia, pero con buena voluntad viven su religión, su congregación, están camino de salvación, están en el corazón de la Iglesia. No fuera de Cristo: Cristo desborda la Iglesia Católica y se hace presencia de salvación en el protestante, en el mahometano, en el judío, que está allí de buena voluntad. Es Cristo el que le está salvando.
A este propósito, quiero contarles que esta semana tuve una de mis más grandes satisfacciones, cuando una confesión protestante se acercó y platicamos profundamente para manifestar ellos su adhesión a esta Iglesia, y para decirme que no quieren tragarse el anzuelo que les están presentando los perseguidores de la Iglesia, como si ellos fueran los buenos cristianos y la Iglesia ya se hubiera apartado de su misión. Los protestantes se acercan a la Iglesia Católica para decirle que no se ha apartado de su misión y que ellos se adhieren a esta Iglesia y que no quieren ser cómplices de una persecución a sus hermanos católicos. Yo quiero agradecerles en público. Y una de las señoritas que llegaba, me decía: "Insista en aquel llamamiento que usted hizo cuando el entierro del Padre Navarro", en que decía que si el Padre Navarro era la figura de una Iglesia que por la calumnia y la persecución de los hombres ha perdido su credibilidad, ya no se cree en ella, como el beduino sigue gritando: sigan el buen camino. Y llamábamos a todas las fuerzas morales, llamábamos a los protestantes que tienen el evangelio en sus manos, para que prediquen este Reino de Dios en el mundo; llamábamos a todas las fuerzas, y ahora lo hacemos de nuevo, para que en vez de sembrar discordias y calumnias, sembremos el bien, hagamos la bondad en el mundo. Un llamamiento pues.
Quiero secundar también el que ayer hacía la Voz de los Estados Unidos, interpretando a Amnistía Internacional, que ha examinado a 75 torturados y ha encontrado en ellos consecuencias espantosas, que aún cuando se han curado las cicatrices del cuerpo torturado, su psicología queda maleada. Hace un llamamiento a los médicos de todos los países para que se declaren contra la tortura. Yo secundo esa voz y espero que nuestros médicos sepan dar testimonio con su técnica, con su ciencia, de que la tortura no sólo es un atropello a la dignidad humana, sino una destrucción de la salud de los pueblos y de los hombres.  

3. COMUNION CON EL MUNDO
Y por eso, hermanos, el tercer nivel de esta comunión Iglesia: comunión con el mundo. Ustedes saben que el Concilio tiene todo un tratado que se llama la Constitución de la Iglesia en el mundo. La Iglesia no se identifica con el mundo. Lo dijo Cristo: "Vosotros no sóis del mundo, pero estáis en el mundo", porque la Iglesia se compone de hombres de este mundo, como somos todos los que estamos aquí. Y la Iglesia quiere aprender el lenguaje, la cultura de los pueblos del mundo para poder traducir en ese lenguaje, en ese modo de ser, su mensaje divino, que no se identifica con culturas ni con partidos políticos, ni con sistemas sociales, sino que es un mensaje que es luz para iluminar los sistemas sociales, los sistemas políticos, la vida de los hombres. Es luz en el mundo para darle a la realidad humana su verdadera elevación. Ella, enseñada por el Creador que el hombre es imagen y semejanza de Dios y enseñada por Cristo que todo lo que se hace a un hombre se le hace a él, es la que está más capacitada en humanidad, para acercarse al mundo y sentir como suyas las aspiraciones, los anhelos nobles de los hombres, y para sentir también, desde el corazón noble, el rechazo a la violencia y a todo lo malo del mundo y para ser consuelo y esperanza de la madre que sufre, de la esposa que se queda viuda, de todos los que sufren en todas las situaciones actuales.


La Iglesia está en un diálogo continuo con el mundo. La Iglesia sufre con los pueblos que sufren. La Iglesia siente las torturas y las maneras con que se acribilla a los pueblos y a la gente. La Iglesia anhela el verdadero progreso de los pueblos, vive la realidad de los hombres. Sin competencias en política ni en sociología, porque no es su competencia, la Iglesia desde su ciencia humana, desde su revelación de Dios, quiere hacer presente la luz de Dios en el mundo; y ella está también, pues, en un diálogo íntimo con el mundo. Nada humano es extraño a ella.
Queridos hermanos, hasta aquí nos ha traído nuestra reflexión de la Santísima Trinidad. La Santísima Trinidad no es otra cosa que el Dios en comunidad de personas, expresión de amor y de verdad, de luz y de felicidad, que ha querido asociarse en una familia a todos los hombres y lo realiza en este círculo de luz que es la Iglesia, para hacer un llamamiento a todos los católicos a intensificar la santidad, la unidad, la relación con Dios y, desde allí, iluminar al mundo con la luz de Dios. Aquí quiero hacer un llamamiento específico a los laicos. Con una alegría intensa este pastor les manifiesta su agradecimiento a Dios porque en los laicos va despertando una conciencia de vivir su papel de Iglesia en el mundo. Porque si los ministros del altar, nosotros los sacerdotes, servimos a la Iglesia, es con una vocación específica; como las religiosas también; pero ustedes que están en el mundo, padres y madres de familia, maestros de escuela, profesionales, obreros, jornaleros, empleados, señoras del mercado, el laicado en general, como transformarán al mundo ustedes llevando esa presencia de Dios que llevan en su corazón como antorcha que ilumine ese ámbito de sus actividades.
Un llamamiento específico para que sientan, pues, que Iglesia no solamente es el obispo y sus sacerdotes y sus religiosas, Iglesia son todos los bautizados en una comunión con el obispo, estrechando cada vez más la unidad de fe, de verdad, de sacramentos, de gobierno, como lo acabamos de decir. Rechazar todo aquello que nos desuna. No den crédito a toda esa campaña de calumnia. Acérquense al sacerdote, al obispo, para esclarecer las dudas que pueda haber y vivamos, intensifiquemos más, desde nuestro puesto en el mundo, la comunión jerárquica con el obispo, para hacer presente la luz de dios, que se refleja en la Iglesia a todo ese mundo que los rodea. Entonces habremos dado de Dios la explicación, el testimonio, nuestro servicio personal y profesional que el Señor tiene derecho a pedirnos, porque él nos ha hecho, nos ha redimido, nos espera en su cielo y quiere que no lleguemos solos, sino que cada uno lleve una constelación de almas ganadas por haber sido luz de Dios en medio de los hombres. 

...

domingo, 19 de mayo de 2013

PENTECOSTES: HOMILIA DEL SANTO PADRE



HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
"la efusión del Espíritu Santo"


Plaza de San Pedro
Domingo 19 de mayo de 2013




Queridos hermanos y hermanas:

En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.


Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».
 
 

A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.

1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad - Dios ofrece siempre novedad -, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.


2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 1,9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?


3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar.
 El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.

La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor».

Amén.

sábado, 18 de mayo de 2013

DOMINGO DE PENTECOSTÉS. LA IMPORTANCIA DE LA PRESENCIA DE MARIA

 "Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos"

Con Pentecostés, el ministerio de Jesús se hace visible en plenitud. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y habita en ellos, su vida queda «cristificada», esto es, transformada en una vida marcada por el mismo amor que existe entre el Padre y el Hijo. La vida espiritual, en efecto, es una vida en la que somos elevados a ser partícipes de la vida divina.
 
 El Espíritu Santo, “distribuyendo sus dones a cada uno como quiere” (1Cor 12, 11), infunde su gracia, donde quiere, como quiere, cuanto quiere, cuando quiere y a quien quiere.
Roguemos, pues, que se digne infundir su gracia también en nosotros aquel Espíritu Santo, que hoy infundió su gracia en los apóstoles por medio de las lenguas de fuego. A El sean siempre la alabanza y la gloria por los siglos eternos. ¡Amén! ¡Así sea!

Hc 2, 1-5: 1 Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar.
2 De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban.
3 Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos;
4 quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
5 Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo.

El envío del Espíritu Santo
San Ireneo
:
Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del
Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones....
....El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de prudencia y sabiduría, Espíritu de consejo y de valentía, Espíritu de ciencia y temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Defensor sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego;
y, ya que tenemos quien nos acusa, tengamos también un Defensor, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se
nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses......

 La presencia de Maria en Pentecostés

Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la  Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la  comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la oración"-,  reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles.
Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada  del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una  comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son  María y los apóstoles.

 
San Lucas destaca, en medio del anonimato del grupo presente en Pentecostés, la figura de María, la madre de Jesús.Uno de ellos es, sin duda, el vínculo existente entre María y la Iglesia, porque María es, a la vez, un miembro «excelentísimo y enteramente singular» (Lumen gentium, 53) y «verdadera madre de los miembros de Cristo» (ib).
María, pues, reaparece cuando la Iglesia inicia su camino evangelizador impulsada por el dinamismo de la presencia del Espíritu. Así como María abrió las puertas a la nueva historia de la salvación al adherirse con su libre y total sí al plan del Padre, debía estar presente cuando esta historia se hace cuerpo con el nacimiento «oficial» de la Iglesia. 
 Cromacio de Aquileya, comentando Hechos 1,14, afirma: «La Iglesia se reunió en la habitación del piso superior de la casa, juntamente con María, la Madre de Jesús y juntamente con sus hermanos. Por esto mismo, no se puede considerar a la Iglesia como tal si no está presente María, Madre del Señor, juntamente con sus hermanos» (Sermón 30). En este sentido, san Francisco de Asís, recogiendo la expresión del poeta Prudencio, vinculaba a María con la Iglesia, llamándola «esposa del Espíritu Santo».

Según el Libro de los Hechos (1:14), después de la Ascensión de Cristo a los cielos los apóstoles "subieron al piso alto" y "todos éstos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste". A pesar de su ensalzada dignidad, no era María, sino Pedro quien actuaba como cabeza de la asamblea (1:15). María se comportó en la habitación del piso alto de Jerusalén como se había comportado en la gruta de Belén; en Belén había dado a luz al Niño Jesús, en Jerusalén criaba a la Iglesia naciente. Los amigos de Jesús permanecieron en la habitación superior hasta "el día de Pentecostés", cuando "se produjo de repente un ruido como el de un viento impetuoso...Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo" (Hechos 2:1-4).

Aunque el Espíritu Santo había descendido sobre María de una forma especial en el momento de la Encarnación, ahora le comunicó un nuevo grado de gracia. Quizás, esta gracia pentecostal le dio a María la fuerza para cumplir adecuadamente sus deberes para con la Iglesia naciente y sus hijos espirituales.

Imagen de María, Templo de Dios, obra del Alfarero Ubetense, Paco "Tito"

viernes, 17 de mayo de 2013

LOS ORIGENES DEL MONACATO: EGIPTO



Los Orígenes del Monacato en Egipto y la Sociedad del Bajo Imperio Romano

El período comprendido entre la segunda mitad del siglo III d.C. y el siglo IV constituye una de las épocas de la historia de Occidente en que se han producido cambios y transformaciones sociales más profundos y de un modo más acelerado. No es de extrañar, pues, que esta época que conoció el hundimiento de las estructuras sociales, políticas y mentales que caracterizaron el mundo antiguo para dar paso a otras nuevas, que nos resistimos a denominar medievales, haya sido objeto en la historiografía moderna de grandes debates en los que han quedado reflejados la ideología y la metodología histórica de cada generación de historiadores. Fue seguramente E. Gibbon con su grande y clásica obra History of the Decline and Fall of the Roman Empire, publicada entre 1776-1788, quien inició el gran debate sobre el final del mundo antiguo, sus causas y significado, que sigue aún abierto, pese al consenso tácito al que se ha llegado entre los historiadores de considerar los siglos que siguen al tercero de nuestra era como una época claramente diferenciada de la Antigüedad y del Medievo. Resulta significativo que en casi todos los intentos por explicar el significado histórico de este período el fenómeno religioso ocupe un lugar relevante e incluso preponderante. Gibbon hizo del cristianismo la clave de la época y después de él han seguido insistiendo los historiadores en el tema, aunque con planteamientos y conclusiones las más de las veces opuestas y enfrentadas.
 

 

Estamos de acuerdo en considerar el fenómeno religioso y, dentro de éste, el papel predominante del cristianismo, como uno de los factores claves para entender el significado histórico de ese período. Pero creemos, al propio tiempo, que el análisis del fenómeno religioso y del cristianismo no puede abordarse desde planteamientos culturalistas o historicistas, por no citar los teológicos, en que han caído la mayoría de los estudios de la historia del cristianismo, sino como uno de los componentes más definitorios de la compleja problemática que define y caracteriza el período. El ascenso y difusión del cristianismo que caracteriza al bajo Imperio romano ha de ser considerado en el marco de las tensiones sociales del momento y de sus manifestaciones ideológicas y constituye, por tanto, un capítulo fundamental de la historia social de la época. En este ámbito, el nacimiento y la difusión del monacato, creemos, es una de las manifestaciones más apasionantes para el historiador y que mejor refleja las múltiples tensiones a que estaba sometida la vida privada y pública del hombre de la época. Como ha escrito uno de los historiadores actuales que más atención ha dedicado el análisis histórico del final del mundo antiguo, M. Mazza, «en la historia espiritual y cultural de la Antigüedad tardía, el monacato es, ciertamente, un fenómeno central. Se nos presenta como uno de los momentos fundamentales de aquel "Debate on the Holy" (P. Brown) en que se empeña la sociedad antigua durante la transición de la fase helenístico-romana a otra fase histórica, pero no siempre ha sido valorado adecuadamente por los estudiosos de la historia cultural y social del Imperio

1. San Antonio y los orígenes de la vida anacorética


El período que podemos considerar de los orígenes del monacato o monacato primitivo abarca un siglo delimitado por dos fechas y dos personajes que creemos son fundamentales: San Antonio Abad, nacido el 251, que a los dieciocho años decidió abrazar la vida anacorética y al que con todo motivo se le puede considerar su fundador —la figura de Pablo el Ermitaño que le había precedido en algunos años parece ser una creación literaria de San Jerónimo que con su Vita habría querido competir con la Vita de San Antonio escrita por San Atanasio— y San Basilio de Cesarea, quien hacia el 358 decidió optar por la vida monástica y murió como obispo de su ciudad el 378. Entre ambos se sitúa cronológicamente la obra de San Pacomio, otro egipcio como San Antonio, que implantó el cenobitismo o vida anacorética en comunidad. Resulta obvio que este siglo, que separa los inicios de la actividad de san Antonio y la de san Basilio y conoce el desarrollo del cenobitismo pacomiano, es el siglo en el que se producen el conjunto de transformaciones que caracterizaron el fin del mundo antiguo. No pretendemos establecer una relación de causa-efecto entre el surgir del monacato y las transformaciones sociales de la época, pero sí creemos que el monacato es uno de los fenómenos que mejor reflejan las profundas convulsiones del periodo y que mejor nos puede ayudar a comprender la historia del momento.
 

 
Son muchos los estudiosos que a la hora de analizar históricamente el monacato lo han atribuido a un impulso religioso interior que habría lanzado a muchos hombres y mujeres de la época a la búsqueda de Dios en el desierto. Interpretaciones como ésta, aparte de situar lo religioso en un ámbito etéreo, desgajado de la realidad social, no dicen absolutamente nada. El hombre antiguo, y muy especialmente el hombre de los primeros siglos, era un hombre eminentemente religioso y la religión invadía todas las esferas de su vida, de sus ideas y de sus sentimientos. Lo que realmente tiene que plantearse el historiador es por qué tan gran número de personas optó a partir de la segunda mitad del siglo III por la vida ascética, el anacoretismo y el monacato para satisfacer sus creencias religiosas y sus sentimientos vitales. Tampoco sirve como explicación el ver en ello el producto de un deseo y de una necesidad interior de ascetismo cristiano. El cristianismo hacía mucho tiempo que estaba difundido entre estos mismos ambientes y no había dado lugar de modo generalizado a estas manifestaciones, por lo que no creemos que el monacato constituya algo consustancial con el cristianismo. Creemos, por el contrario, que para comprender el monacato como fenómeno histórico hay que situarlo en sus circunstancias históricas concretas y determinadas pues, como ha escrito recientemente un joven historiador español a propósito del monacato hispano, «todos los estudios que, implícita o explícitamente, nos muestren la historia del monacato hispano tardo-antiguo movida por resortes propios, y ajenos a la realidad social, económica y política del reino visigodo están ofreciendo una imagen deformada de este fenómeno». El monacato surge, efectivamente, en la segunda mitad del siglo III en Egipto bajo la forma de anacoretismo y su símbolo más representativo fue San Antonio. El hablar de S.Antonio como «padre» del monacato cristiano en su forma anacorética no quiere decir que fuese el primer anacoreta —su mismo biógrafo señala que cuando recibió la llamada divina optó por imitar a otros anacoretas ancianos—, ni que desarrollara personalmente una labor de difusión y predicación del anacoretismo. Significa únicamente que, desde el punto de vista histórico, se convirtió en un símbolo de esta primera forma de monacato por la enorme popularidad que en la segunda mitad del siglo IV alcanzó su biografía escrita por San Atanasio y que, debido a su gran longevidad (aprox. 250-356), su vida coincidió con la época en que el anacoretismo se convirtió en un fenómeno de masas en Egipto y en otros países. Es, por tanto, en el Egipto de finales del siglo III y comienzos del IV donde hay que buscar la explicación del fenómeno, al margen de la existencia de formas similares de anacoretismo en otros lugares, especialmente en Oriente.  
Egipto constituyó siempre un país con unas estructuras políticas, económicas y sociales peculiares que lo diferenciaron claramente de las restantes regiones. La específica organización administrativa de que le dotó Roma tras su incorporación al Imperio fue un reconocimiento de esta realidad. En un mundo dominado por una civilización urbana, Egipto continuó siendo durante toda la época romana un país rural, con pocas ciudades y de escasa importancia, a excepción de Alejandría, una de las ciudades más importantes del mundo mediterráneo, que constituía una especie de isla urbana, multilingüe y multirracial, en un contexto rural. A su vez, el cristianismo se configuró desde sus orígenes como una religión urbana que se integró perfectamente en la civilización urbana predominante, al menos en sus manifestaciones ortodoxas que dieron origen a la «Gran Iglesia». Se explica así que también el cristianismo egipcio presentase desde sus inicios unos caracteres peculiares y que la historia de la Iglesia de Egipto se mantuviese siempre bastante al margen de las corrientes dominantes en el resto del Imperio. Ya en sus inicios parece que el cristianismo egipcio tuvo unos orígenes «heterodoxos», muy influidos de gnosticismo. Sólo en la segunda mitad del siglo II la Iglesia egipcia se integró en la «Gran Iglesia» y esta integración se realizó fundamentalmente en Alejandría, donde en el siglo III destaca la enorme tarea llevada a cabo por San Clemente de Alejandría y Orígenes. En el resto del país parece que siguieron su evolución autónoma otras corrientes cristianas paralelas de carácter más o menos heterodoxo. El hecho de que la lengua predominante en estas comunidades rurales cristianas fuese el copto frente al griego dominante en Alejandría fue uno de los factores que facilitaron este desarrollo paralelo.

Es en este contexto donde se difunden a mediados del siglo III las formas de ascetismo monástico. Lo que caracteriza a éste es una ruptura total con el mundo y con sus esquemas de valores basados en la civilización urbana y que en gran medida habían sido asimilados por el cristianismo oficial. Esta ruptura toma la forma de retirada del mundo para dedicarse a una vida de profundo ascetismo en el desierto. El nombre que adopta, anakhoresis, es un término con el que se designaba desde la época de los faraones a un fenómeno de tipo político-administrativo muy generalizado: la huida de los campesinos de su lugar de residencia a otra aldea, a un templo, al desierto o a las zonas pantanosas del delta para escapar de la opresión fiscal, del servicio militar o de otras obligaciones. En época imperial romana está ampliamente atestiguado el fenómeno entre personas desarraigadas, deudores, bandidos o descontentos en general con el orden social imperante. La anakhoresis era una forma de protesta y, muchas veces, era la única salida que les quedaba a estos desarraigados.


De modo similar, los anakhoretai cristianos, cuando optan por la retirada al desierto, no sólo rompen los lazos que les unían con su familia, con su aldea o ciudad, sino también con la organización eclesiástica imperante. Los anacoretas optan por una búsqueda directa de Dios, sin intermediarios de ningún tipo, Iglesia incluida. Basándose, como dice de San Antonio su biógrafo, en la recomendación evangélica «si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sigueme» tomaron éste como el precepto supremo y la base de la auténtica concepción cristiana. No resulta, por tanto, extraño, que el anacoretismo y otras formas de monacato fueran vistas, como más adelante veremos, con recelo e incluso con abierta hostilidad durante mucho tiempo por las autoridades eclesiásticas y las civiles.


El paralelismo y la influencia de la anakhoresis político-administrativa con la cristiana es evidente, aunque no es la explicación única del fenómeno. Lo realmente sorprendente, e históricamente significativo, de la anakhoresis cristiana, es su irrupción en un momento determinado y preciso de la historia del Imperio y sobre todo su carácter masivo. No existen cifras fiables sobre el número de anacoretas que invadieron los desiertos egipcios a partir del siglo III, pues las fuentes antiguas no concuerdan y son poco fiables en este aspecto y los estudiosos modernos han llegado a conclusiones muy dispares. Pero de todas las fuentes se deduce claramente que el fenómeno alcanzó un carácter masivo, y que los monjes anacoretas se podían contar por miles en el siglo IV.


También en este aspecto se ha querido establecer un paralelismo con el anacoretismo político-administrativo. Las fuentes contemporáneas, especialmente los papiros, parecen reflejar un agravamiento de la situación económica de Egipto en la segunda mitad del siglo III, que debió tener una especial incidencia en los ambientes campesinos. Incluso algunos autores han sugerido la existencia entre los siglos III y IV de una profunda crisis de la comunidad egipcia de aldea que tendría su reflejo no sólo en los grupos sociales más desfavorecidos, los campesinos o fedayhin egipcios, sino también en la pérdida correlativa de representatividad de sus grupos sociales hegemónicos, las pequeñas oligarquías municipales y sus representantes en el seno de los consejos municipales. En este contexto se ha podido hablar de la confluencia con una anakhoresis desde abajo, de otra anakhoresis desde arriba con el abandono de sus obligaciones por parte de las clases dirigentes en el seno de esta sociedad rural y campesina. Coincidiendo con esta situación de crisis que había caracterizado al Egipto de esta época se habría llevado a cabo la reconducción del cristianismo egipcio hacia el cristianismo dominante en el Imperio, Además, este proceso fue contemporáneo con la integración creciente de la Iglesia oficial en las estructuras políticas, sociales y culturales imperantes, facilitada por el largo período de paz que vivió ésta tras las persecuciones de Decio y Valeriano y uno de cuyos pioneros había sido medio siglo antes precisamente San Clemente de Alejandría, representante de la Iglesia urbana de Alejandría.


Es fácil deducir que en los ambientes cristianos del campesinado egipcio donde debían ser predominantes las concepciones del cristianismo carismático con influencia de tipo gnóstico, encratista y ascético en general, sobre el cristianismo institucional representado por la «Gran Iglesia», esto debió de producir un distanciamiento respecto a una concepción cristiana que concebía la salvación en el marco de una Iglesia cada vez más institucional y, por tanto, más integrada en las estructuras políticas dominantes. Se explica así que en una época de inseguridad económica, de ruptura de lazos entre los campesinos y su comunidad, muchos de estos cristianos imbuidos de una profunda religiosidad tradicional, que habían encontrado su expresión en las formas de cristianismo carismático de los primeros siglos, buscasen una salida personal e individualista a sus inquietudes al margen de la sociedad que les rodeaba. Estas tendencias debieron verse acentuadas a comienzos del siglo IV al desencadenarse la persecución de Diocleciano y sus sucesores, que en Egipto alcanzaron una especial violencia. El desierto, ya poblado de anacoretas, fue la salida más cómoda para muchos cristianos de las aldeas y de las ciudades, incluida Alejandría, que rehuían a las autoridades romanas.


El período que siguió a las persecuciones, con la aceptación del cristianismo por Constantino y la integración definitiva de la Iglesia en la sociedad y el abandono de muchos de los postulados y principios en que el cristianismo se había basado hasta entonces, debió acelerar e intensificar el proceso. El anacoretismo se convirtió en una forma de rebelión y de protesta social y religiosa y el ejemplo se trasplantó a otros muchos lugares del Imperio. Pero nunca fue un movimiento organizado. Era el tiempo del individualismo, de la protesta individual, que no aspiraba a transformar ni a crear algo nuevo que reemplazase aquello de lo que se huía. Representó la concepción del cristianismo como salvación del individuo frente a una concepción social, en grupo, urbana y civilizada defendida por ejemplo en san Pablo y su idea del «cuerpo místico». El anacoreta lucha solo y los enemigos que tiene que vencer son enemigos personales, el cuerpo y su expresión más cuajada, la sexualidad, y el demonio. Para él no existe el concepto de pecado social, todos los pecados son individuales.


Un movimiento espontáneo, desorganizado, sin control de ningún tipo como éste tenía que dar lugar a todo tipo de excesos, abusos y degeneraciones. Es indudable que la mayoría de los que se retiraban al desierto lo hacían llevados de un ansia espiritual auténtica que buscaba el encuentro inmediato con lo divino. Pero aislado de todo, encerrado en su gruta o en una vieja tumba saqueada, sin más contacto que con el sol ardiente y el desierto, la mente del eremita caía en las más extrañas elucubraciones que, tanto ellos como la literatura de la época, atribuyen al demonio, y en prácticas aberrantes. Por otra parte, en su retiro se encontraba con frecuencia con los otros «anacoretas» que huían por motivos no tan religiosos: bandoleros, asesinos, prófugos del ejército convivían con frecuencia con estos monjes y muchas veces eran convertidos a la búsqueda religiosa. Si el desierto era un lugar óptimo para encontrar a Dios, también estaba expuesto a toda clase de peligros. No extraña que las mismas fuentes antiguas que exaltaban los méritos y hazañas ascéticas de estos «santos», no oculten tampoco con frecuencia sus caídas. La literatura hagiográfica es, a este respecto, una descripción de las más altas hazañas de que es capaz la naturaleza y de las más bajas caídas y las más extrañas aberraciones, más humanas éstas que aquéllas".
  2. San Pacomio y los orígenes de la vida cenobítica

En este contexto surge la figura y la obra de San Pacomio, que trató de dar una organización y una sistematización a este movimiento ascético. San Pacomio fue uno de estos miles de campesinos egipcios que se sintieron atraídos por el desierto en la segunda mitad del siglo III e iniciaron una vida anacorética. Pero, como otros muchos, experimentó pronto las deficiencias que ofrecía y los peligros a que daba lugar la vida solitaria. Esta experiencia había llevado a muchos a formar colonias de anacoretas que llevaban una cierta vida en común, reuniéndose para celebrar algunos servicios, como los actos litúrgicos. Se trataba, a lo que sabemos, de comunidades embrionarias y escasamente organizadas. San Pacomio fue, si no el primero que lo intentó, sí el primero que logró una sistematización y organización de estas colonias que dio lugar a una forma de vida comunitaria o cenobítica (koinos bios). La implantación y la generalización de ésta supuso un notable avance sobre lo que ya existía y dio origen a las primeras formas de vida comunitaria que serán el punto de partida de todas las formas de monacato posteriores.
 
San Pacomio es, en mayor medida aún que San Antonio, un típico representante de los propietarios campesinos egipcios escasamente influidos por la civilización urbana mediterránea. Originario de una aldea de la Alta Tebaida, Esne, pertenecía a una familia de campesinos pagana, y fue durante su servicio militar en el ejército romano cuando se convirtió al cristianismo y experimentó la llamada del desierto". Sus biógrafos narran su conversión a partir de una experiencia vivida recién enrolado en e! ejército: conoció a unos cristianos que se dedicaban a ayudar y consolar a los reclutas enrolados de mala gana. Este ejemplo le llevó a convertirse al cristianismo y hacer la promesa de dedicarse a ayudar a los demás si lograba librarse del ejército. Poco después fue liberado contra toda esperanza. Cabe preguntarse si en esta narración no se oculta una explicación «piadosa» de su deserción del ejército.

Hacia el 320 llevó a cabo la fundación del primer cenobio o koinonia en Tabennesi, cerca de su lugar natal, y a éste le siguieron otros hasta un total de nueve, dos de ellos femeninos. Del mismo modo que San Antonio no fue iniciador del anacoretismo sino que con él adquirió éste carta de naturaleza, tampoco San Pacomio ideó por vez primera la vida en común, pues ya antes de él había habido otros intentos que habían tenido escaso éxito, al igual que fracasaron los primeros intentos del propio San Pacomio. De estas experiencias frustradas, propias y ajenas, debió extraer las consecuencias para la organización de sus comunidades. Estas, en efecto, se presentan como una experiencia imaginativa y eficaz, pero basada en una perfecta organización de la vida comunitaria capaz de satisfacer las aspiraciones de las personas que acudían.


La clave del éxito de San Pacomio creemos que radica en que supo hacer compatible el espíritu individualista y las exigencias de una vida en común organizada. Cada koinonia constaba de una serie de «casas» dispersas en un amplio recinto cerrado por un tapial. En cada una de estas «casas» vivían unas veinte personas que llevaban una vida con gran independencia, con su propia celda individual o para dos personas. Incluso, aunque existían una serie de servicios comunes (cocina, comedor, despensa, biblioteca, etc.), cada monje gozaba de una amplia libertad para asistir a los servicios comunes, rezos, comida, trabajo... Pero, basado en una fluida jerarquía, creó un perfecto entramado en el ámbito de cada koinonia y de éstas entre sí. Cada «casa» tenía un responsable, prepósito o prefecto y cada tres o cuatro «casas» constituían una tribu. Al frente de toda la Comunidad se hallaba un superior ayudado por un «segundo» y un ecónomo responsable de toda la administración económica. A su vez, cada una de las koinonias vivía en un régimen de dependencia de un superior general, el propio San Pacomio, que, a su vez, era ayudado por un ecónomo general. La organización del trabajo en la comunidad se reglamenta de una manera estricta pues cada «casa» estaba especializada en un servicio determinado: una era la responsable de preparar las mesas de los demás, otra de los enfermos, otra de los huéspedes, etc. En cada comunidad aparecen los «semaneros» o «hebdomadarios», cada uno de los cuales es responsable de un servicio general durante una semana.


Se impone de modo evidente que San Pacomio organiza sus comunidades tomando como modelo la sociedad egipcia que lo rodea y que a partir de ésta trata de montar una comunidad independiente. Si el anacoreta huía al desierto como acto individualista de rechazo de la sociedad en que vive, Pacomio lleva más adelante esta protesta organizando una sociedad paralela a la sociedad civil imperante, pero tomando a ésta como punto de referencia. Cada koinonia se configura como una aldea, e incluso algunas fuentes las denominan «pueblo», formada por familias agrupadas en «casas». El recinto que las rodea es un verdadero «témenos» que marca esta condición de separación y apartamiento y resalta su condición de lugar sagrado, separado del mundo. Se trata de verdaderas «repúblicas» independientes plasmadas sobre el modelo de organización de las aldeas egipcias y de la estructura administrativa romana.


Como no podía ser menos, la base económica de la koinonia es la tierra, a cuyo trabajo se entregaban los propios monjes. Con el tiempo, los monasterios se convertirán en grandes propietarios de tierras y en unidades económicas independientes. Como actividades y fuentes de ingresos complementarios trabajan también en la artesanía, fabricando todo tipo de productos. En la organización de la producción desempeñaba un papel fundamental la organización de la koinonia en «casas». San Jerónimo señala en el prólogo a su traducción latina de las Reglas que las casas agrupaban a los miembros que ejercían un mismo oficio: tejedores, estereros, carpinteros, zapateros, bataneros, sastres, etc. El ecónomo general es el responsable de la administración de todos los fondos y de la comercialización de sus productos que no sólo alcanzó a las aldeas y ciudades próximas, sino que llega incluso a Alejandría.


El carácter de contestación y protesta contra la sociedad y la administración civil imperante se manifiesta de modo claro en el componente social de los miembros que entran a formar parte de estas comunidades. La información de las fuentes a este respecto es abundante y pone de manifiesto que se nutrían de la población de las ciudades y aldeas próximas en las que abundaban los desheredados, desarraigados, fugitivos... Es decir, el mismo tipo de gente que tradicionalmente buscaban salida en la anakhoresis. Una anécdota de la vida del primer monasterio pacomiano ilustra muy bien esta realidad. En una ocasión un «semanero» o «hebdomadario» le pegó a un hermano durante el trabajo y éste le devolvió el golpe. San Pacomio juzgó el caso expulsando al «semanero» y excluyendo al otro de la comunidad por un tiempo. Pero se levantó otro miembro protestando por el juicio y le secundaron la mayoría amenazando con marcharse todos en solidaridad con el expulsado, aduciendo que todos eran pecadores y nadie estaba exento de culpa. Ante tal situación, Pacomio rectificó, haciéndose estas reflexiones: ¿No es el cenobio el refugio en que hallan la salvación eterna los asesinos, los adúlteros, los magos, los pecadores de toda clase? ¿Quién soy yo para expulsar a un hermano de este asilo? ¿No mandó el Señor perdonar sin límite? Y en adelante tomó la decisión de corregir a los delincuentes en vez de expulsarlos.


La rusticidad y la incultura que dominaba a los miembros de las comunidades no era sino reflejo del medio rural egipcio en que surgen. Por ello San Pacomio intentó también desarrollar una labor de formación cultural y de alfabetización. El mejor exponente de este afán es la creación de una biblioteca en cada koinonia, y la insistencia en las Reglas de que todos los analfabetos aprendieran a leer, para lo que se establecieron tres horas diarias, dirigidos por otros monjes. El objetivo, naturalmente, era que todos tuvieran acceso a las Escrituras, que sirven de este modo de vehículo cultural. La lengua predominante era el copto, que era la del propio San Pacomio, lo que contribuyó enormemente a afirmar en el interior de Egipto la lengua, cultura y tradiciones coptas muy alejadas de las imperantes en Alejandría.


La piedad y las prácticas religiosas preconizadas por San Pacomio muestran también su adaptación al medio popular y campesino egipcio. Pacomio huye de los duros ejercicios ascéticos que caracterizaban a los anacoretas, su regla es moderada y clemente, la piedad se basa en la recitación de salmos y otros pasajes bíblicos, aprendidos de memoria, dos veces al día. En todo esto se refleja la concepción de un cristianismo popular, que se reafirma en el hecho de que el propio Pacomio y sus inmediatos sucesores no fueron ordenados presbíteros, ni tampoco quería que lo fuesen sus monjes. La contraposición con el cristianismo oficial imperante es evidente. Aunque San Pacomio no rompe con la jerarquía eclesiástica y es respetuoso con ella, sin embargo no recomienda el acceso de sus monjes a las órdenes sagradas, consejo que se basa en que generalmente son «origen de celos, envidias y discordias».


Así, pues, koinonia pacomiana es unidad económica, unidad cultural y unidad religiosa. Se concibe y configura frente a lo que les rodea, como rechazo y aislamiento (témenos) de la administración romana, de la cultura griega y de la Iglesia oficial, tratando de buscar y reafirmar su propia identidad. Como señala muy bien M. Mazza, «identidad cultural significaba también, en gran medida, identidad social. Como ya hemos dicho, en los monasterios se reunían elementos de la sociedad egipcia que habían sido rechazados durante siglos y habían sido marginados de la sociedad imperial helenístico-romana; en ellos se encontraba una nueva identidad social. Aquí está uno de los elementos principales del inesperado éxito de la vida cenobítica a comienzos de la Antigüedad tardía... El cenobio, además de una organización económica y social, era una estructura cultural muy conexionada».


Con San Pacomio se alcanzó ciertamente el máximo grado de insti-tucionalización de la vida ascética entre las diversas experiencias que se habían llevado a cabo hasta la época. Su obra fue continuada por sus sucesores (Petronio, Orsiesio, Teodoro), pero también surgieron imitaciones, disensiones y cismas. El más importante fue el protagonizado a mediados del siglo IV por Pgol, quien fundó un monasterio de tipo pacomiano junto al pueblo de Atripe en la zona de Akhmin, también en la Tebaida. A Pgol le sucedió a finales del siglo su sobrino Shenute, (o también conocido como Schenouda) quien llevó este monasterio, conocido como el Monasterio Blanco, a su máximo apogeo. Shenute hizo del Monasterio Blanco un emporio económico, político y religioso. A su muerte se había convertido en un enorme latifundio con 2.200 monjes y 1.800 monjas que incluía pueblos enteros. Su personalidad y su formación cultural son contradictorias y apasionantes y representan muy bien lo que podían llegar a ser estos indígenas egipcios «ilustrados»: irascible y dominante —se decía que en una ocasión había matado a un monje con sus propias manos—, conocedor superficial de la cultura griega que no supo asimilar, su cultura religiosa se basaba en una interpretación elemental y simple de la Escritura, ajena a cualquier elucubración teológica. Hizo del copto, idioma en que escribió una gran cantidad de cartas y sermones, la lengua oficial del cristianismo egipcio que lo elevó a los altares. Shenute llevó a su máximo desarrollo ciertas tendencias al particularismo que ya se manifiestan en San Pacomio. Su gran biógrafo de comienzos de este siglo, J. Leipoldt, le atribuye el haber originado el cristianismo nacionalista egipcio. Aunque el término «nacionalista», al menos en este periodo, resulta discutible, es indudable que Shenute creó un poder económico y social autónomo de las autoridades civiles, militares y religiosas y de los grandes propietarios, frente a todos los cuales defendía a sus monjes-campesinos con formas violentas que estuvieron a punto de desembocar en una guerra abierta. Cabe destacar que Shenute o Shenouda es sólo reconocido como santo por la Iglesia Copta, no así por las Iglesias Ortodoxas.


3. La herencia de San Antonio y de San Pacomio


Los excesos en que desembocó el cenobitismo bajo la órbita de Shenute son el lógico desarrollo de la experiencia socio-religiosa iniciada por San Pacomio en un medio tan peculiar como el del Egipto del Valle del Nilo en la época romana. En este momento, el conocimiento del anacoretismo del tipo de Antoniano y del cenobitismo pacomiano había llegado a casi todos los puntos del Imperio y había provocado enorme atractivo y numerosas adhesiones e imitaciones. Aunque eran el fruto de un medio y una experiencia específicamente egipcios, las apetencias religiosas y las aspiraciones sociales a que trataban de dar satisfacción estaban ampliamente arraigadas en la sociedad tardo-romana. La desaparición paulatina a partir del siglo III del espíritu «cívico» y de las formas de vida urbana, en que se habían fundamentado la sociedad y la cultura helenístico-romana dominantes, estaban siendo sustituidas por una nueva mentalidad y una nueva escala de valores, que requerían encontrar la adecuación de nuevas formas sociales que reemplazasen a las que representaba y sustentaba la ciudad antigua. Es ya de por sí significativo que tanto San Antonio como San Pacomio procediesen de un medio social y cultural copto —ni siquiera hablaban griego y lo mismo sucedía con la mayoría de sus seguidores— tan alejados de la civilización urbana que tenía su máxima expresión en Alejandría. El modelo de hombre santo, que San Antonio encarnaba y proponía a la imitación, y el modelo de organización social separada y contestataria que logró implantar San Pacomio, representaron dos soluciones a inquietudes ampliamente extendidas, lo que explica su rápido éxito.


Ya en la primera mitad del siglo IV comenzaron a difundirse por casi todo el Imperio, pero en especial en Oriente, diversas formas de vida monacal, inspiradas en los modelos egipcios. Cuando San Atanasio publicó su Vida de Antonio (poco después del 356), la obra se convirtió en verdadero best-seller y fue inmediatamente traducida al latín y a otras lenguas minoritarias y, siguiendo su modelo, surgió una literatura de «vidas de santos» que era devorada por todo tipo de lectores. De modo similar, también las Reglas de Pacomio fueron traducidas al griego, al latín y a otras lenguas y comenzaron a circular distintas versiones e imitaciones. El éxito de este tipo de literatura iba acompañado de la imitación y la difusión de las formas de vida cristiana que encarnaban. Las colonias de anacoretas egipcios y los monasterios pacomianos se convirtieron enseguida en centros de peregrinación donde acudían gentes de todos los pueblos del Imperio. Paralelamente, en otros países, y en especial en Siria, las diversas formas de ascetismo y de monacato tuvieron una difusión y arraigo comparable al de Egipto y la carrera por realizar las formas de ascetismo más extremas y extravagantes dejaron empequeñecidas las experiencias de los anacoretas egipcios. El caso de los santos estilitas, con Simeón a la cabeza, es sólo una manifestación entre otras muchas. Como ya hemos tenido ocasión de poner de relieve, estas formas de monacato son una forma de protesta contra las estructuras sociales y políticas del momento, pero también contra el cristianismo dominante representado por la Iglesia jerárquica. Hay que tener presente que la Iglesia en estos momentos estaba plenamente integrada en el Imperio y había asimilado la mayor parte de los ideales y valores que representaba la civilización antigua y estaba sustituyendo las funciones de cohesión social, de difusión de una forma de cultura y de apoyo al poder político central que la ciudad había desdeñado durante un milenio. Se explica así el recelo y la suspicacia en unos casos, y la oposición y el rechazo en otros, con que es visto el fenómeno monástico y las condenas que sufre por obispos y concilios y por el propio poder civil en ciertas ocasiones. Pero esto no bastaba para frenar su difusión. Se puede afirmar que la Iglesia católica y jerárquica, tal como se había configurado a partir de mediados del siglo II, tuvo en el siglo IV su mayor enemigo en el monacato. Ni siquiera el problema arriano representó, a nuestro modo de ver, un obstáculo semejante.


4. El monacato urbano de San Basilio de Cesarea


Fueron muchos y variados los intentos que se llevaron a cabo para acabar con el problema. Eran dos las alternativas que se planteaban. La primera era que la Iglesia se amoldase a los esquemas de valores y a la concepción del cristianismo que representaban los monjes. Esto resultaba absolutamente inviable en una Iglesia totalmente integrada a partir de Constantino en las estructuras del Imperio romano y, de haberse llevado a cabo, hubiese significado el hundimiento del Estado. La otra vía era la integración del monacato en las estructuras eclesiásticas en vigor. Esta vía la intentaron muchos obispos, pero hubo dos factores, o mejor dicho, dos personas que desempeñaron un papel fundamental, San Atanasio de Alejandría y San Basilio de Cesarea. La acción del primero fue coyuntural y marginal respecto a la evolución interna del monacato. Cuando surge el problema del arrianismo, San Atanasio, como es bien sabido, se convirtió en uno de los principales defensores y portaestandarte de la teología nicena, y en la lucha que emprendió contra los arríanos supo atraerse el apoyo de los monjes egipcios. La Vita Antonii le ofreció la oportunidad de consolidar y difundir esta alianza presentando una imagen del gran anacoreta leal a la causa del obispo y al credo niceno. Este hecho tuvo una enorme trascendencia pues, cuando, tras la muerte del emperador Valente (378), se impuso en Oriente la teología nicena, la mayoría de los monjes egipcios eran seguidores de esta concepción, lo que facilitó en gran medida el entendimiento entre la Iglesia y los monjes. La importancia que este hecho tuvo se puede deducir de la comparación con lo que sucedió en el siglo siguiente con el monofisismo: en este caso la mayor parte de los monjes orientales, en Siria y Egipto principalmente, se adhirieron a esta doctrina, lo que provocó una ruptura de hecho de estos países con el Estado bizantino y abrieron la vía a la conquista musulmana de estos territorios.


Contemporáneo, aunque más joven que San Atanasio, fue San Basilio de Cesarea. También Basilio jugó en el campo doctrinal junto con los otros obispos denominados Padres capadocios, a saber, su hermano San Gregorio de Nisa y su amigo San Gregorio de Nacianzo, un papel decisivo en el triunfo de la teología nicena. Pero fue su actividad en el ámbito del movimiento monástico lo que aquí queremos resaltar. San Basilio pertenecía a la aristocracia helenizada de las regiones interiores de Asia Menor que había aceptado pronto el cristianismo. Fue un hombre profundamente imbuido de la cultura clásica, estudió en Constantinopla y Atenas, pero cuando iniciaba una brillante carrera como rétor y político se sintió también profundamente atraído por el ascetismo monástico. El principal difusor de éste en el interior de Asia Menor era en esta época Eustacio de Sebaste, quien preconizaba un ascetismo extremo con marcada influencia encratista. Eustacio se había ganado a la hermana y a la madre de San Basilio y después al propio Basilio, que se hizo un ferviente seguidor suyo. Llevado del afán por conocer mejor las experiencias monacales realizó un viaje por Oriente y Egipto, donde entró en contacto con el cenobitismo pacomiano. Esta experiencia debió influir profundamente en él. Vuelto a su tierra hacia el 358, se retira a una propiedad familiar en el Ponto, donde con un grupo de seguidores, entre ellos San Gregorio Nazianceno, crea una comunidad. Pero esta experiencia de retiro ascético iba a durar poco. Hacia el 362 o 364 el obispo de Cesarea de Capadocia, Eusebio, le convenció para que se ordenara sacerdote, se convirtió en un auxiliar indispensable suyo e inició en la diócesis una enorme actividad pastoral y social. Ésta se incrementó cuando en el 370 fue elegido sucesor suyo, como obispo de Cesarea y metropolitano de Capadocia. Hasta su muerte en el 378 desplegaría una acción incansable en todos los órdenes, eclesiástico, social y político, que harán de él uno de los personajes más representativos e influyentes de su época.
 

Si nos hemos detenido en señalar una serie de datos biográficos de San Basilio, se debe a que consideramos que resultan imprescindibles para valorar la influencia que tuvo en la evolución de la historia del monacato antiguo, pues le dio un rumbo nuevo y una nueva concepción que lleva el sello de las experiencias fundamentales que marcaron su propia vida: el componente ascético y rigorista de Eustacio de Sebaste, el marcado contenido social y comunitario del cenobitismo pacomiano, su dominio de la filosofía y de las formas de pensamiento y de cultura griegas y su actividad pastoral como presbítero y obispo. Este conjunto de experiencias, contradictorias muchas de ellas, contribuyeron a configurar su compleja y rica personalidad como monje, obispo y hombre de acción que le llevó a intervenir de modo decisivo en todos los problemas de su tiempo (doctrinales, de política eclesiástica, sociales, políticos, etc.) y de la que nos ha dejado testimonio en su variada y amplia obra escrita (cartas, sermones, tratados teológicos y ascéticos).


La investigación histórica reciente ha dedicado una gran atención al análisis de la concepción basiliana de la vida monástica y a su aportación a la evolución del monacato, basándose especialmente en el estudio de las que se han denominado sus Regulae, de las que parece compuso dos ediciones diferentes, una más larga y otra más breve, contenidas en el tratado conocido como Asketikon. Este planteamiento ha llevado a establecer una serie de comparaciones con las Reglas de Pacomio como si Basilio hubiese elaborado en estos escritos un cuerpo de doctrina monástico y un código normativo para regular la vida en comunidad. Entre esta bibliografía cabe resaltar el amplio análisis realizado por E. Amand de Mendieta comparando los sistemas pacomiano y basiliano y que ha resumido muy bien García de Colombás:


La obra de San Pacomio es práctica y concreta, mientras que la de San Basilio se funda en una doctrina ascética y monástica coherente... San Pacomio crea inmensos monasterios, San Basilio prefiere comunidades mucho más reducidas, auténticas «hermandades». San Pacomio centraliza, San Basilio opta por la descentralización. San Pacomio alienta la ascesis individualista, San Basilio no se fía de ella. San Pacomio impone una gran cantidad de trabajo manual, San Basilio halla un mejor equilibrio entre la oración y el trabajo...


Todo esto es seguramente cierto y M. Mazza ha sabido glosar estas características y encuadrarlas en el contexto social en que se desarrolló la vida de San Basilio. Pero creemos que éste es un planteamiento reductor de lo que representó el monacato en la vida y la obra de San Basilio. El obispo de Cesarea, como hemos dicho, no elaboró unas reglas monásticas al estilo de Pacomio y de lo que después hará en Occidente san Benito, pues su concepción del monacato está estrechamente fundida con su propia vida y su acción como presbítero y obispo ha quedado reflejada, no en una de sus obras, sino en toda su producción literaria, y en su propia biografía. Creemos que la enorme influencia que San Basilio ejerció en la vida de la Iglesia y la sociedad de su tiempo deriva, más que del hecho de haber sido creador de comunidades monásticas y legislador de la vida comunitaria, aunque ciertamente fue ambas cosas, de que en su persona encarne un tipo de hombre nuevo, muy distinto del “Hombre Santo” que representan los ascetas egipcios en la versión de San Antonio y de San Pacomio. Para comprender esto hay que tomar de modo global la persona y la obra de San Basilio, pues, al igual que San Pacomio y San Antonio, sólo se explican en el ámbito de la sociedad egipcia en que vivieron, Basilio es un «producto» de un medio geográfico e histórico muy diferente.


Hemos señalado antes los diversos factores que influyeron en su formación. A ello hay que añadir que en San Basilio se dan casi todas las características del «hombre nuevo» que encarnan las élites dirigentes del bajo Imperio en el Oriente del mismo: aristócrata y terrateniente, profundamente apegado a la vida urbana, rétor y amante de la cultura griega, pero con profundas convicciones cristianas, monje, presbítero y obispo. Hubo un hecho que creemos resultó decisivo en su vida: cuando, llevado de sus entusiasmos ascéticos, vivía retirado en lo que él consideraba una vida casi idílica en sus posesiones de Annesi, a orillas del río Iris en el Ponto, cedió a las presiones del obispo de Cesárea para ser ordenado sacerdote y compartir con él las responsabilidades del gobierno de la metrópoli. San Basilio aceptó, pero no renunció a seguir siendo monje. Hizo compatible la vida monacal con su actividad incansable al frente de la Iglesia. Este ideal nuevo de monje y hombre de acción, de asceta y de miembro de la jerarquía eclesiástica que él realizó en su vida, trató de infundirlo en su concepción del monacato que va desglosando a lo largo de sus obras literarias. Sacó a sus monjes del retiro de las montañas del Ponto y los convirtió en colaboradores activos de sus labores benéficas, asistenciales y eclesiásticas. La vida monástica se convirtió para él en una simple preparación o «noviciado» para la vida activa. Más que en una serie de peculiaridades formales respecto a los modelos cenobíticos anteriores, creemos que radica aquí el gran giro que Basilio acertó a dar al monacato y que determinó de modo decisivo el futuro de la Iglesia y de la vida monástica.


5. A modo de conclusión


Hemos visto que el monacato surgió como un rechazo a la organización de la sociedad y de la Iglesia imperantes en esta época crítica que ve el final de la Antigüedad. En el siglo IV se presenta como un movimiento de masas que va penetrando en todos los ámbitos sociales y que pone en peligro incluso la solidez de la Iglesia jerárquica. Lo que en un principio había sido un movimiento de campesinos incultos y desarraigados de Egipto, a mediados del siglo IV había calado entre las clases urbanas y las aristocracias de Oriente y Occidente poniendo en tela de juicio los valores en que se basaban la sociedad civil y la Iglesia. San Basilio es el típico representante de esta aristocracia urbana y cultivada que se vio profundamente atraída por los ideales de la vida retirada que emanan del monacato, pero en un momento dado de su vida logró hacerlos compatibles con su formación en la cultura griega y su apego a las formas de vida urbana en que se expresaba la civilización antigua. La ciudad antigua tenía en Oriente una tradición y arraigo que no había alcanzado en Occidente. La Iglesia era un producto típicamente urbano que como institución estaba reemplazando las funciones que durante siglos habían desempeñado las élites civiles paganas. La labor de Basilio consistió precisamente en integrar también los ideales monásticos en la vida urbana y ponerlos al servicio de los obispos y de la Iglesia institucional. Este proceso se produjo en la parte oriental del Imperio. El Occidente siguió otros derroteros y el monacato aquí sirvió seguramente para desintegrar más una sociedad ya profundamente dividida.


No puede comprenderse la historia posterior del Oriente bizantino sin esta integración que se produjo entre la ciudad, el obispo y los monjes y que aseguró la perduración durante siglos de los ideales y las formas de vida organizada que había creado la Antigüedad. Los monjes pasaron a constituir en las ciudades orientales un elemento activo, díscolo y perturbador muchas veces, que participa en todos los disturbios sociales y religiosos, pero los obispos supieron utilizarlos para apuntalar su situación como máxima autoridad en la ciudad reemplazando a las viejas magistraturas urbanas. El destino de Occidente fue muy diverso. Allí el monacato sirvió seguramente para desintegrar aún más una sociedad que ya estaba profundamente dividida. La historia del monacato occidental es otra historia distinta. San Benito se inspirará en san Basilio, pero el monacato que implanta se corresponde con unos ideales y una sociedad totalmente diferente. San Benito abandonó Roma para retirarse a Subiaco y Monte Casino; San Basilio abandonó su retiro del Ponto para integrarse en su ciudad natal. El destino de una y otra parte del Imperio fue totalmente diferente: la diversa fortuna del monacato entre finales del IV y comienzos del V marcan claramente las diferencias entre dos tipos de sociedad. Esto no significa no reconocer el papel desempeñado por el monacato occidental en la conservación de la cultura antigua, sino que esto se realizaría en Occidente de distinta forma, hasta evolucionar (siglos mas tarde) a las formas políticas y religiosas típicas de la sociedad medieval de cuño latino, cuya realidad era absolutamente diferente a la del Mundo bizantino medieval bajo la ocupación islámica.

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Monasterio de San Macario, Egipto