Muchos son los que se auto titulan Soldados de Cristo y,
como los soldados, parece obvio, son para la guerra, se plantean una especie de
Guerra Santa, pretendiendo hacer justicia, defender a los “buenos” de los
“malos”, etc., etc., en la creencia de así traerán la Paz al mundo.
Decía el escritor romano Vegecio: ``Igitur qui desiderat pacem, praeparet
bellum´´, que podríamos traducir como ``Quien
deseara la paz, debería prepararse para la guerra´´. Posteriormente otros,
como el famoso Julio César, lo repetirían hasta convertirlo en un muy conocido
adagio. Conocido, sí, pero muy mal
interpretado. Para ser más exactos, deberíamos decir que mal entendido
por parcialmente interpretado.
La primera interpretación que podemos dar a tan conocida
frase es la tradicional: hay que entrenarse, tener buen equipamiento (armas,
medios de transporte, equipos de telecomunicaciones, etc.), etc. para que
nuestros posibles enemigos se lo piensen dos veces antes de atacarnos y, si lo
hacen, que estemos en condiciones de repeler la agresión. Se deduce
evidentemente que el enemigo lo tenemos enfrente.
Hay, sin embargo, un enemigo mucho más potente, mucho más
sutil, muchísimo más astuto y traicionero: nosotros mismos. Nuestra mente
presenta una perversión natural que nos hace vernos diferentes del resto de la
Humanidad. La mente individualiza y potencia el ego. El mundo que nos rodea y
del que formamos parte es de naturaleza egoísta. Solo atiende a leyes como la
de la supervivencia, la del mínimo esfuerzo o la del máximo placer, en resumen:
quien vive sometido a la ley del Mundo piensa algo así como “primero yo, luego
yo y después yo”. Se trata, todos lo sabemos aunque muchas veces se nos olvida,
de leyes generadoras de conflictos. Ese mundo, con sus leyes, tuerce la
voluntad de los hombres hasta enfrentar hermanos contra hermanos, porque no
olvidemos lo dicho al principio del párrafo: nos vemos diferentes del resto de
los hombres.
Resulta difícil, por no decir imposible, resolver esos
conflictos con peleas, con la fuerza de las armas. No podemos olvidar que una
paz conseguida a golpes no es paz, sino una guerra aplazada. Así pues, si de
verdad buscamos la paz tendremos que empezar por llevarla a nuestro corazón. El
adagio romano habría que reconvertirlo, diciendo: ‘’Quien desee la paz, llévela
primero a su corazón”
Tenemos localizado nuestro principal oponente: nosotros mismos.
Hemos dicho que hay que llevar la paz a nuestro corazón y que solo así podremos
tener paz en nuestro entorno. Pero ¿qué queremos decir con “llevar la paz a
nuestro corazón”?
Hablábamos hace poco de la excelencia que teníamos que
perseguir como Pobres Caballeros de Cristo. En el combate es frecuente contar
con el modelo de algún soldado heroico, cuya imitación nos suba la moral, nos
enardezca y nos ayude a vencer el miedo. Nuestro primer ejemplo es el propio
Dios hecho Hombre, Jesús, que, a lo largo de su vida, no solo nos marcó las
pautas con su ejemplo, sino que también las verbalizó. Pero, si nuestra mente
nos juega la mala pasada de “excusarnos” porque nos argumente que Jesús era
hombre, pero también era Dios, Él mismo nos dio otro modelo, digamos que mucho
más asequible.
En efecto, el mejor y más ejemplar modelo para todo
cristiano y en especial para un Pobre Caballero de Cristo no es un hombre, sino
una mujer.
Algunos piensan que como Soldados de Cristo han de estar
preparados para desenvainar una espada más o menos real. Unos consideran una
espada física y otros el conocimiento, pero ambos querrán pelear contra otros
hombres y volveríamos a estar en el punto de partida, creyendo que el enemigo
es el ``otro´´.
Es Viernes de Dolores cuando escribimos estas líneas y yo no
puedo quitarme de la mente la imagen de Nuestra Señora de los Dolores,
mostrando su Corazón atravesado por siete espadas. Esas espadas que algunos
quieren desenvainar contra otros hombres, la Virgen, nuestro modelo, las vuelve
contra ella misma. Alcanza la perfección septiforme entregando su voluntad y
todo su ser a Dios mismo, a ese Dios que, vistas sus cualidades, la convierte
en su propia Madre, iniciando así el proceso salvífico. El término septiforme
hace referencia al número siete como símbolo de perfección, como siete son los
dones del Espíritu Santo (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios) de los que dice el Catecismo que sustentan la vida
moral de los cristianos; que son ``disposiciones permanentes que hacen al
hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo´´; que pertenecen en
plenitud a Cristo, y que completan y llevan a su perfección las virtudes de
quienes los reciben. Nosotros, Pobres Caballeros de Cristo, hemos recibido su
llamada, no tenemos más que ponernos a su disposición, como hiciera María (’’He
aquí la esclava del Señor. Hágase en mí, según su Palabra´´) para recibir esos
dones que luego deberemos ejercitar. Con el ejercicio de estos dones y la
Gracia de Dios desarrollaremos las cuatro virtudes cardinales (prudencia,
justicia, fortaleza y templanza) y las tres teologales (Fe, Esperanza y
Caridad) que también significativamente
suman siete. Llegados a esta última, la Caridad, recordemos lo que dice de ella
el Catecismo (transcribo textualmente, salvo el subrayado):
«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).
¡Ea, hemos llegado! La Caridad, la primera de todas las
virtudes, aquella sin la cual la Fe no vale para nada, esa es la que nos lleva
a la Paz. Pero no olvidemos que la Caridad no va sola; que para llegar a ella
es necesario trabajar y duro y que nuestro modelo y Madre las reúne, desde su
humanidad, todas por su disposición (esclava del Señor) y por la Gracia de
Dios.
Nos dirán muchos que no podemos cruzarnos de brazos ante una
agresión, que los terroristas no se paran ante el amor. Bien ese es el fruto del miedo, del terror
que quieren introducir, perdonad la redundancia, los terroristas. Pero ¿qué
temeré yo si tengo a Dios conmigo? Si ellos se inmolan, por un dios de muerte o
por ideales políticos o por cualquier otra incomprensible razón, ¿qué temeré yo
que tengo al Dios de la Vida conmigo?
Non
nobis, Domine, non nobis sed Nomini tuo da Gloriam
No hay comentarios:
Publicar un comentario